Selección

Maldije y maldije al portero

Jorge Portillo

Caminaba como casi todas las noches de los sábados en lenta y segura procesión hacia los trasnoches de Cinemateca Pocitos. Atravesaba la escudriñadora mirada de los porteros de los edificios que fumaban en la vereda y tragaban gran cantidad de humo para largar bien poco, a veces por las narinas.

Como tantas otras noches de sábados que comenzaban y terminaban ahí reviviendo Masacre en Texas (la de Hooper del 74), Cecil B. Demente (a sala llena) y My own private Idaho (mil veces), Velvet Goldmine, Julian Donkey Boy, Irma Vep, Carretera Perdida, Crush y varias glorias que me recuerdan melancólicamente esos jóvenes años de mi vida.

Esta vez la cita era con Rapado de Martín Rejtman. Aviso a los lectores que era aproximadamente el año 2009, cuando todavía se podía salir del hogar sin el celular, no éramos tan cyborgs como ahora. Ahí estaba yo caminando una noche en el 2008 o 2009, poco importa, fumando (en aquellas épocas todavía lo hacía) caminando (siempre de mochila) hacia una de las salas que tanto quería.

No estaba el portero que generalmente estaba en esa sala, estaba otro que conozco bastante y que ya no trabaja más para Cinemateca. En la sala éramos tres personas. Al comienzo de la película el protagonista andaba en moto durante largo rato, el cine argentino aún se tomaba su tiempo en aquella década, había un hurto y no recuerdo mucho más (tampoco la volví a ver, no la pude desligar de este recuerdo) ya que caí en un profundo sueño del que nunca supe bien cómo desperté ya que en esa mezcla de sueño y vigilia, pesadilla y vigilia, despertar y soñar, abrir los ojos y no despertar, cerrarlos y abrirlos y que todo sea igual, oscuro al abrirlos, al cerrarlos y ya no soñar, o seguir soñando, mi cuerpo se movía, estaba ciego, pesadilla como realidad en la que el olor de la sala me trastornó. Verme abriendo y cerrando los ojos en la oscuridad sabiendo que la pesadilla era real.

El olor de la sala fue como un cloroformo inverso que me hizo saltar del asiento y rodeado de toda esa inmensa oscuridad comprendí lo que pasaba. Insultaba, maldecía, me agarraba la cabeza, desesperaba, no lo podía creer, pensar en las siguientes horas era traumático. Maldije al portero, maldije a todos los porteros, a todos los acomodadores, pero sobre todo al que estaba esa noche. A tientas y en total ceguera me levanté. Saqué de mi bolsillo un encendedor que sostuve tembloroso y que me alumbró hasta la salida de la sala, bajé las escaleras rápido por si aún había gente afuera, pero nadie ni adentro ni en la vereda y un silencio de sarcófago. En el hall vi que eran las 3 y pico de la mañana, la puerta estaba cerrada, caminé en círculos como una fiera enjaulada, hablaba solo y repetía y repetía que no lo podía creer. Entré a la boletería, maté una cucaracha que me recibió eufórica y prendí la computadora. Pedía código de acceso. Agarré un teléfono, llamé a los pocos números que recordaba de memoria y ninguno atendió. Creo que lloré. Me agarré mucho la cabeza, seguro perdí cabello y maldije maldije maldije.

Agradecí que al menos no estuviera sonando una alarma, me imaginé tener que esperar hasta que abran la sala al otro día con el incesante sonido. Acostumbrándome a la desazón me apoyé sobre una pared a pensar alternativas y a resignarme a mi estado de cautivo.

Se me dio por ir hacia una puerta lateral a la puerta principal que veo cerrada con un pesado pasador, lo corrí, empujé la puerta y el olor nocturno y fresco de la calle

Chucarro me acarició la cara. El alivio y el largo suspiro de seguridad y taquicardia que me dio salir fue inigualable.

El próximo paso fue saltar la reja bajo la observación de los porteros que custodiaban la cuadra del Trouville. Más de uno atinó a decirme algo, yo con toda esa adrenalina no escuchaba nada, trepé y salté la reja con audacia sintiéndome un ladrón y seguí mi camino con la agilidad eléctrica y sudorosa del cuerpo que se acababa de liberar de una pesadilla.