Memorias fragmentarias

Bruno Martinelli

En las aguas del recuerdo, en cada uno flota una Cinemateca Uruguaya con sus propias características. Por aquí no se puede ostentar demasiado, el tiempo de mi relación se cuenta con los años de este siglo.

Lo primero es la imagen del tango: la ñata contra el vidrio en Cinemateca 18, unas luces modernas que viajan bordeando la gran escalera, un cartelito con los precios de ser socio mensual, semestral o anual. La ñata contra el vidrio, redundo, el sueño de llegar a Montevideo a estudiar y ser parte de ese cine, ese espacio de encuentro que mi pueblo había cancelado hacía ya mucho tiempo (luego lo supe, había sido así en casi todos lados).

Junté las monedas o gané una mensualidad en un programa de radio; me oriento a lo segundo. Ingreso por primera vez a Sala Cinemateca, en aquel año de la crisis que está cumpliendo dos décadas. “Usted vale por dos”, aunque la matemática no lo confirme. Por primera vez la voz de Manuel Martínez Carril resuena abrazada al tabaco de décadas; sin verlo puedo imaginar sus ojos escondidos detrás de sus lentes gruesos.

Miento. El mensaje a lo Clarín era al comienzo y ese primer día llego tarde (será una maldita costumbre durante un tiempo). Ciclo de cine francés, una cinta que corre, un hombre mayor a ese adolescente que fui deambula frenéticamente por lo que parece una estación de ferrocarriles; va y viene sin cesar, mira, pero no hay rastros de lo que busca, si es que algo busca. No comprendo pero la sensación es honda. Pienso que ese hombre soy yo: ha llegado de la calle, ha trepado la escalera y se ha lanzado a la pantalla como a un lago fílmico. Corremos para no estar en ningún lado.

Hay que estudiar, si no se hizo ya, el apagón cultural que significaron los años 90 en el interior del país. Lo que implicó la muerte de las salas de cine y de los teatros, la consolidación de la TV. En las ciudades del litoral conectadas con Buenos Aires, la colonización porteña, ese símbolo de decadencia que podría sintetizarse en la palabra Tinelli. Menem y después, el helicóptero que lleva a un presidente para no volver. Soy injusto; estaba el videoclub para los que tenían videocasetera, estaba el cable para los que podían pagarlo. Pero no estaba el lugar, no estaba el lugar.

Bajo a Sala 2 por primera vez. Todavía las butacas son duras. Un tal Bergman. De nuevo tarde. Por primera vez escucho risas y siento esa desazón de no saber de qué se están riendo. Algo se me escurre al entendimiento. Debo aprender, debo crecer. Me quedo hasta el final de los créditos; intento comprender. Me levanto y observo que detrás queda un único espectador de llamativos lentes gruesos. Luego supe que era él.

Hay cola en Sala Cinemateca para el ciclo de Noiret. Una chica con su madre debaten qué ver. Hablamos. Les digo que vayan a La Linterna Mágica, que dan de nuevo Hierro 3. Me creen. Cuando a las dos horas doblo por Soriano para ver la misma película por segunda o tercera vez, cuando aguardo para entrar, la muchacha sale con su madre del brazo y

me encuentra, me agradece la película con una sinceridad tan pura, tan verdadera, que quedo feliz, sumido en la certeza de que el arte puede salvarnos.

En Cinemateca 18 está mi butaca preferida. Subo la primera escalera, a mano izquierda bajo la siguiente. En tercera fila, bastante al medio, la distingo con facilidad porque es el asiento con el pantazote más vencido, y por tanto más amigable con la osamenta de uno. Alguna vez me molesta verla ocupada, aunque nunca me animé a reclamarla como otros hacen en el cine que está a unas cuadras. No lo vi pero me lo contaron.

Una vez, tantas, la película se corta o el audio no sale o la voz no está sincronizada con la imagen. Las reacciones son variadas: a veces aplauden, otras chiflan, en ocasiones golpean el piso con la pericia que tiene un niño al patalear. A veces confían más en las palabras y gritan: “sonido”, “las luces”, “¡la cortina!”; usan una entonación que a veces sugiere enojo con la vida más que con Cinemateca.

Todos fantaseamos con hacer el amor en Cinemateca 18, en algún punto de esa inmensidad de butacas casi siempre vacías. La fantasía nunca fue tan tentadora como para pensar en cumplirla. Pero puedo contar una cosa: una vez vi la sala llena, todos los asientos ocupados, una cola doblando por Carlos Quijano, gente que quedó afuera. Era el Festival de Cine y estrenaban la última de Woody Allen. Me costó encontrar una butaca vacía y sentí que todos eran intrusos, peor, advenedizos. Me corrió por la nuca un puñado de vergüenza cuando fallaron los subtítulos, como si mi familia estuviera haciendo algo impropio ante la mirada viperina de los invitados.

Pasaron los amigos y los años. Está, en ocasiones, el amor. Mi mano derecha entre las tibias manos de ella; tomar su rodilla, abrazar hasta quedar duro del cuello. Pero también está la soledad de uno frente al filme, esa que deja de ser tal en el instante preciso en que somos engullidos por el cine.