Selección

No soy quien creen que soy

Leonardo García

A través de una ventanita horizontal angosta se dibuja una fría tarde gris invernal, aunque lo que se adivina en el exterior es un escenario de maqueta.

Me veo numerado y fichado por un empleado trajeado en gris, con gomina y formato adolfiano. La máquina de empleados aparece interminable, en una sala rectangular que aparenta ser infinita y se remonta hasta el final de la línea de visión. Variados reflejos en los monitores, el traqueteo de las teclas circulares negras, ruido de las impresoras fuera de época y conversaciones concretas por lo bajo. No hay risas, solo habladurías casuales o estratagemas para romper el hielo burócrata entre colegas embobados.

Relleno cierto formulario que me alcanza el funcionario con los datos específicos en los casilleros correspondientes. Finalmente firmo y entrego al hombre gris, que sella el documento y lo guarda en un sobre fino color verde agua que luego manda por un tubo ascendente hacia algún lugar. El espacio huele a fábrica, por lo que lo supongo recientemente adquirido por el Ministerio, la oficina o quién se encuentre a cargo del espacio.

Enseguida me obligan a avanzar, franqueado por un par de policías maquetados en látex negro y encajados en cascos oscuros, con pistolas automáticas y palos de dolor encajados en cintos gruesos. Bajamos por un torpe ascensor oscuro con luz tenue y numerosa botonera, que sube lánguidamente hasta el piso 7B98K.

Al llegar me hacen pasar a una salita escueta, donde estoy en compañía de otro participante de esta suspicaz trampa, al que puedo ver a través de una pared de cristal transparente. El sujeto me chequea de mala manera, escrutando de reojo, con la típica gestualidad de aquél que se apresta a la competencia o a la relación social con pésimas intenciones. Me coloco de espaldas para que no me llegue su rayo de ira y cierro los ojos. Reconozco el miedo creciente que se expande como veneno gaseoso en las paredes íntimas. El sonido atronador de puertas abriéndose y pasos rudos me destierran del trance; del otro lado de la pared, tres hombres de negro similares a los que me escoltaron, colocan un traje gris tieso al sujeto, que -entre gritos de terror- queda reducido a un embutido parecido a una bolsa grande de boxeo con cierre grueso. A uno de los hombres de negro se le cae un documento, que queda pegado a la pared transparente. Un documento de detención a nombre de Vázquez, Rodolfo.

Vaya coincidencia. Vázquez, Vásquez. Una única consonante diferencia nuestro apellido en el documento de identidad, aunque compartamos el mismo nombre.

Se lo llevan.

El miedo se expande, no hace falta pensar mucho para adivinar que puedo ser el próximo. “No soy quién creen que soy”, pienso. Cierro los ojos, tiemblo, el miedo también tiene formato adolfiano y las paredes parecen palpitar siniestramente mientras intento que el corazón no estalle. De pronto, el sonido de mi despertador personal comienza a emitirse desde las paredes, reconozco la tonada grave, que suena ensordecedora, mientras el entorno comienza a perder forma. Despierto sobresaltado y sudando.

Me encuentro en mi habitación, y luego de apagar el despertador, respiro profundamente, aliviado.

El pijamita está mojado por el sudor y las persianas a medio cerrar hacen llegar el atardecer del frío invierno montevideano. Al chequear el despertador noto que se activó a una hora tardía, no conveniente. Un error propio que asumo y me levanto saltando de la cama.

Necesito apurarme si quiero llegar diez minutos antes del comienzo de la función. No hay tiempo para ducha ni para elegir vestuario conveniente. Repito la ropa que hay sobre la silla, caliento café viejo en el microondas y me contento con un par de tostadas, que coloco sobre una placa de metal y enciendo la hornalla -la tostadora eléctrica está descompuesta- mientras termino de vestirme y cepillar los dientes. Sin tomar asiento, bebo el café demasiado caliente, con tan mal tino, que al quemarme derramo líquido sobre las tostadas. Al morderlas resultan una masa torpe embadurnada en agua sucia dulzona. Dejo atrás la operación café y tostadas, me abrigo y salgo raudo hacia la sala de la calle Lorenzo Carnelli.

Llego casi corriendo, levantando baldosas sueltas a mi paso, esquivando cestos de basura y regalitos de perro. Estoy a pocos minutos, el cartel azul vertical está encendido y la pared enladrillada con el ojo que todo lo proyecta, observa desde arriba. Las cuatro columnas sostienen el edificio del cine clásico, mientras el archivo valioso del acervo audiovisual descansa a resguardo.

Esta es la sala de Cinemateca donde se repite el ritual desde la primera vez que vi ésta película, salvo algunas infidelidades en la red. Ha pasado tiempo, proyecciones, sensaciones, colisiones neuronales y emociones varias.

Subo las escaleras y miro por inercia a la derecha. Los carteles dicen que la semana que viene le dan rienda suelta a Fellini.

Pero hoy toca Terry.

Paso por boletería, agitado y con el tiempo justo, e ingreso a la sala, traspasando el telón y caminando entre las butacas verde inglés, rosado pastel, gris metal. En el piso superior hay variados concurrentes, me enredo en las filas y con algo de suerte rescato una butaca verde al fondo de la sala, que ya está tenue, con el logo de la Universal en la pantalla. Pasan los años, las proyecciones, ahora internet y no me canso de ella. Es una pastilla adictiva, nicotina intravenosa, un narcótico de lujo. El burócrata, el diario, la mosca y la sangre en el documento, Buttle o Tuttle. El malentendido ultraviolento. La vidriera de televisores en estallido. Créditos. Luego el cielo, las nubes, Ícaro Lawry, defectos en el despertador eléctrico, el Señor Kurtzmann. Las secuencias avanzan, las pupilas reciben, el cerebro almacena, analiza. El cielo en los sueños y el infierno en la realidad, la sociedad gris encriptada en una dictadura burócrata de cartón donde nunca sale el sol. Comienzo a sudar, recuerdo otras veces que la vi, en la misma sala, de día, de noche, en tormenta, al sol. Verano, invierno, otoño. Sam Lawry Ícaro y la joven rubia esquiva, el edificio de cartón. Buttle haciendo de las suyas. Respiro profundamente. Sigo absorbiendo. Por los ojos, los poros y cinco sentidos, que parecen 12 o 22. La cosa se complica para nuestro protagonista, que es tomado por las fuerzas del mal y alistado para ser sometido a una sesión de dolor en carne y espíritu. Que bueno que no soy Sam Lawry. Cierro los ojos. Tan solo escucho, deseo que Lawry pueda volar hacia el infinito con la rubia camionera vestida en transparente durante las sesiones oníricas. Deseo que no tenga que aceptar un cargo burócrata en una mínima salita gris, ni pelear por el escritorio y que disponga con un microprocesador para usar a placer. Que su madre no exista y que los edificios de ladrillos de cartón gris no sean reales. Anhelo que llegue al paraíso, no solo en mente, sino también en cuerpo. Me gustaría que la pareja fuera feliz, haciendo locuras en el camión de gomas de recambio enormes, recorriendo carreteras perdidas lejanas de la ciudad, por vías sin publicidad estática lava cerebros ni persecución parapolicial. Abro los ojos y miro al frente. Alguien se me hace familiar, aunque se encuentre de espaldas. Como adivinando, el sujeto mira hacia atrás, enfocando mis ojos. Reconozco al hombre con la gestualidad de aquél que se apresta a la competencia o a la relación social con pésimas intenciones, el que se llevaran encorsetado como una salchicha. El hombre de mirada desafiante y poco confiable sigue mirando. La cosa comienza a molestar. Guiña un ojo y me señala directamente con el dedo índice de la mano derecha, antes de lanzarme un papel hacia atrás y volver a enfocar la pantalla. Vásques, Rodolfo, se lee al final del acta de detención. El miedo se expande y vuelvo a cerrar los ojos, aterrado.

El sonido atronador de puertas que se abren, las luces se encienden y la función se interrumpe. Sudor en la cara, taquicardia y pavor. No logro pensar. Los espectadores quedan congelados, no pueden gritar, congestionarse ni consultarse por los hechos acaecidos. Los pasos rudos de los tres hombres encorsetados en látex negro me destierran del trance de pánico; miran entre la gente y avanzan con decisión. Vázquez me señala nuevamente con el índice, entregándome a los descerebrados. Van hacia mí y me arrastran por la sala hasta la salida. El shock no permite pensamiento, acción ni discernimiento. Una única idea, que se transforma en frase, que apenas puedo pronunciar antes que me acallen: ¡No soy quién creen que so…!, mientras me introducen en el traje gris y quedo reducido a un embutido parecido a una bolsa grande de boxeo con cierre grueso.