Selección

Ojos de pajarita

Carlos Gómez

Camino en silencio por 18 de julio. Delante de mí van mi hija mayor y mi yerno. Miro la cabeza de mi nieta que descansa sobre el hombro de la madre que la lleva aupada. Los cabellos finos se mueven dulces y apacibles con la brisa y el ritmo de nuestro caminar lento. Toda la escena tiene un toque de irrealidad, de cámara lenta, de tableau vivant en movimiento, de cosa fuera del tiempo. De pronto la cabeza se alza, y desde debajo de los pelos cortos y desordenados asoman los ojos somnolientos, sorprendidos, ojos que después del sueño instalan de inmediato una realidad donde ella reina, elevada y única, desde su año y ocho meses de vida. La madre le acaricia la nuca con delicadeza y le ofrece una sonrisa de bienvenida al mundo junto con un beso breve y suave en el cachete rosado y tibio. La niña está a punto de decir algo y el padre le hace una mueca cómplice y chistosa con el índice sobre los labios para que no diga nada. Ella parece comprender el juego y sonríe y me mira. Nuestros ojos se encuentran. Y esos ojos, iluminados por su sonrisa, me llevan a otros ojos de niñas: los de su madre y sus tías, cuando eran niñas chiquitas como ella, esos ojitos divinos que cantaba Silvio Rodríguez, y otros ojos, los ojos de otra niña que se conectan con esta sensación de irrealidad y este silencio.

Yo tenía diecisiete años y era el año 1983. La lucha contra la dictadura militar y el terrorismo de estado era cada vez menos solapada, cada vez menos sorda. Teníamos muchas barricadas: los recitales de canto popular, los tablados del carnaval, los semanarios, la ya extinta revista El dedo y la incipiente Guambia, el teatro y la Cinemateca. De todas esas barricadas participábamos con un grupo de amigos del liceo y del barrio. Allí nos encontrábamos y hablábamos cada vez más alto contra ese enemigo común, ese depredador de la libertad de pensamiento y acción.

Ese día nos encontramos en la escalera de entrada de la sala de Carnelli para ver una película que nos habían recomendado: Los ojos de los pájaros. Sabíamos que era una película de denuncia contra las condiciones de los presos políticos en el Penal de Libertad, que en mi imaginación se asemejaba al infierno. Iba preparado para lo más terrible. Ya habíamos visto Estado de sitio de Costa-Gavras en un VHS etiquetado como «Cumpleaños de 15». Ya habíamos visto los entrenamientos para la tortura en un anfiteatro, como si fuese una clase normal de cualquier materia, en esa película prohibida que circulaba entre nuestras casas como si fuera un video de cumpleaños y nos horrorizaba hasta la rabia y la impotencia que se iban convirtiendo en un grito de basta, basta ya, que se termine esta locura, este temor de picanas eléctricas, este tormento.

Entré a la sala en el último momento, después de fumarme un cigarrillo rápido y revolucionario acorde a nuestra militancia. La barra que ya estaba instalada corrió materas, ruanas y gamulanes para hacerme sitio. Apenas me instalé y acomodé mis bártulos se apagaron las luces y se encendió la pantalla. Con un suspiro me apronté para ver lo que se venía, lo que quería ver, lo que pretendían ocultar unos milicos tercos, brutos, ordinarios, terroristas. No hubo picanas eléctricas, no, hubo algo mucho peor, otro tipo de tortura, la sicológica. No tengo clara la trama exacta de la película, salvo que retrataba la visita de una delegación de la Cruz Roja al penal, que entrevistaba a los presos que no podían hablar mucho: unos presos atemorizados, o resignados, o al borde de la locura. Lo que sí recuerdo son las dos escenas que explican el título de la película. Escenas que aparecen por separado.

En la primera, una niña está sentada junto a un preso que es su padre, en un patio abierto. El padre está mirando unos dibujos que le trajo la niña. Los pondera, los agradece, mientras mira a la niña con mucha ternura. Sin embargo, padre e hija no se tocan, y es raro. La niña le pregunta al padre por qué los militares le sacaron uno de los dibujos que le había traído, un dibujo de un pájaro. El padre sonríe con tristeza y le dice que el problema del pájaro es que simboliza la libertad. En ese momento se oye gritar: ¡papá! La cámara amplía el encuadre y muestra a un niño abrazando al padre y a unos soldados que de inmediato los separan y se llevan al padre y dejan al niño llorando solo. En la visita, los niños no podían tocar a sus padres, solo tenían permitido hablar y sentarse a su lado. No había picanas, había un muro de fusiles explícito que separaba a los padres de los niños, permanente, morboso, eléctrico, desolador.

En la segunda escena, otra vez están el padre y su hija, sentados uno al lado del otro, hablando, acariciándose con la mirada, con sonrisas tímidas. El padre observa los dibujos que le trajo la niña. Entonces toma uno que muestra un campo y el cielo y un árbol enorme y frondoso del que cuelgan pares de frutos redondos de un azul intenso con un borde blanco. El padre le pregunta a la niña qué son esos frutos, si son arándanos. La niña lo mira y le sonríe al tiempo que murmura: son los ojos de los pájaros. En ese instante cómplice, aunque no se tocan, se abrazan en un sueño común, perforan el muro que los separa con la picardía de los ojos de la libertad.

No importa el final de la película, porque todos sabíamos que no se había terminado. Las luces se encendieron. Todos los espectadores nos levantamos en silencio y en un murmullo apagado cargamos nuestras cosas y salimos de la sala. En la escalera me acomodé la gabardina vieja que era de mi abuelo, me crucé la matera y encendí un cigarrillo. Me sentía ridículo con mis pantalones nevados y mis mohicanos de gamuza con flecos. No sabía qué hacer. Miraba a mis amigos, a la gente que se dispersaba en silencio. Me resultaba absurdo estar vivo, suelto, ahí, en los escalones de Carnelli, en mis pasos hacia 18 de julio, hacia el obligado café y grapa con limón junto a la barra. La ciudad me parecía irreal, la gente, los autos, las luces de los carteles de neón. ¿Cómo era posible la vida, si esa gente, esos presos, todavía estaban allí, en el penal, en el infierno? Fue una sensación de irrealidad enorme. La realidad, no estaba ahí en la calle, estaba en los ojos de los cantantes, de los murguistas, de los que escribían en los semanarios, de los que hacían humor, de los que hacían teatro. En los ojos del cine, de la Cinemateca. En el eco de lo que se había colado en nuestros ojos a través de la pantalla iluminada.

Todo esto es un pestañeo, breve, azorado. Vuelvo a esta irrealidad de hoy, a nuestro marchar en silencio por 18 de Julio buscando la verdad y un final feliz para esta historia. A los ojos risueños de mi nieta, que me sonríen cómplices y perforan todos los muros y me abrazan dulces y llenos de esperanza. Ojos de pajarita que me ayudan a volar.