Selección

Paisaje sonoro

Valeria Rodríguez

Lo que vale en el hombre es lo que se estremece en él”.

Goethe

El esplendor del trueno, los silbidos de las ramas, el borboteo de una canilla, el crepitar de las hojas, el trote de un caballo que se aleja, los vacilantes pasos del amante, la respiración lenta de una ciudad dormida. Ahora lo sé, tengo la vana certeza de que pudo haber sido aquel disparo de bayoneta en medio de la plaza o el grito de la mujer de bucles rubios, lacerante como la nieve que invadía los páramos.

O quizás, la absurda arenga del samurái japonés, recuerdas esa escena, verdad, la recuerdas. Los acordes del piano aquella noche del Festival de Invierno. Tenías mucha tos y estaba molesta por eso, no me dejabas escuchar la pieza que había compuesto el músico invitado, y no parabas de toser y toser. No eras el único para colmo de males. Acordes carrasposos, pliegues del cortinado colorado arrastrándose por el piso de madera como sigilosas lagartijas, las exhalaciones de la madera que nos dejaban expuestos a los demás aunque camináramos en puntas de pie.

El idioma ilegible, casi siempre polaco, porque en esa época adoraba a los directores polacos y vos los odiabas, porque te daba pereza leer los subtítulos aunque en el fondo sabías que ibas a dormir en cuanto se apagaran las luces, que a veces no se apagaban de inmediato, pero ya habían comenzado a escapar las pequeñas burbujas de tu boca. Tarkovsky. Las sirenas de Kieslowski, Verónica mirando la multitud.

Recuerdo los sonidos. Solo los sonidos. Es allí que puedo determinar todo lo demás.

Los pasos vuelven en forma de crujientes papeles de caramelos. Los devoro uno tras otro. Ese día no me acompañaste. Creo que nos habíamos peleado y fui sola. No me importaba. Muchos íbamos solos porque era nuestro refugio. Los caramelos eran reconfortantes pastillas para el olvido.

Llegan los sablazos que cortaban el aire, aceros en medio del dulce de leche, harakiris placenteros, la suave lluvia sobre los campos de arroz. Te perdiste el período japonés porque ya no estabas, y no conociste a mis héroes de ojos rasgados, los templos cuyos gongs resonaban en la sala sobresaltando a quiénes como tú iban a dormitar entre toma y toma, no pudiste paladear esa lentitud que embotaba los sentidos.

En otro período las hueveras temblaban y las butacas parecían retorcerse como críticos en busca de la versión anhelada, las líneas argumentales danzaban sus rituales.

El afilado del cuchillo, el pedaleo, el chifle del afilador, el corte de la cebolla, los relámpagos en Welles, la lluvia sobre el invernadero, la honestidad de la escena del hotel, tampoco estabas, pero lo recuerdo en mis oídos como si hoy estuviera sentada allí.

El cambio de rollo soplándote en la espalda, el siseante devenir de la película que se reproducía enfrente, los pasos sobre las tablas de madera indicando las presencias, el zumbido de la revelación, como una colmena que persigue a quien ha osado tirarle una piedra.

Tú debiste estar para escuchar lo que sucedía mientras el hombre pálido daba un grito en medio del silencio, la claustrofobia expresionista, los acordes hirientes, hipnóticos de las escenas pobladas de luces y sombras, los ángulos bullendo por las paredes, incrustándose en los presentes, mientras deambulaba el fantasma de Jane.

La lucha de los obreros frente a María, el apático transcurrir de sus vidas, la marcha de la tristeza y la amargura, el resonante peso de la injusticia, ensordeciendo a quienes contemplábamos.

Escucho las tablas del piso gastado, descolorido, cuando comienza a trasuntarse un campamento gitano, las brillantes blusas y los pechos descubiertos, un baile en medio de la nada, la nada acompañada de acordeones, de novias que llegan volando, de la fuerza poderosa de una trompeta, cientos de ellas y de otra tanta cantidad de trombones. La acumulación balcánica se desparrama por la sala, arrebatando cualquier asomo de duda, folklore que suena como miles de palomas abriendo y cerrando sus alas.

El rollo detrás no me deja mentir, se sigue moviendo, se sigue moviendo, las pisadas, los ruidos de papel crujiente de los caramelos masticables de dulce de leche, una bolsa llena para pasar las funciones. Tú no estabas allí hacía mucho tiempo. Pese a todo continué yendo, porque los sonidos me bastaban para ver lo que quería ver.

Los hilarantes acordes son melancólicos, ese tipo de música con la cual no se sabe qué emoción va a predominar, si la alegría o la tristeza, si dan ganas de bailar o tirarse por la ventana hacia el vacío, si reír o llorar. Solapadamente se retiraban los papeles porque quienes estaban a mi lado no iban a comer sino a escuchar y ver, lo que volvía inoportuno cualquier ruido que no fuera el proveniente de la pantalla o de la cabina del señor de los rollos. La suma de todos los ruidos eras tú una noche y a la otra no, la banda de sonido encubierta en las butacas, volutas de notas que ascendían aquella época. Escucho a los testigos de Rashomon, a las máquinas de la ciudad en llamas, a los caballos retozando a campo abierto, los disparos de la milicia, diluidas las voces, los gestos, las palabras.

Enciendo el tocadiscos de vinilos que contienen los crujidos de las tablas, los caramelos, los proyectores, los susurros, los colorados telones, las pisadas. El oído ha decidido por mí, revelándose ante lo demás de forma inexorable, como si la memoria fuera un tímpano gigantesco en el que se ha suspendido el tiempo.