Siempre tendremos Cinemateca

Bruno Bernardo Pozzolo Bianco

Creo que te vi en un sueño. O tal vez no, tal vez fue en la función de Suspiria — la de Argento, no la remake —. Te reconocí del taller de teatro. No recordaba tu nombre — mucho menos tu voz —, pero sí tus ojos pardos, tus rulos castaños, tu gorro de lana con forma de gatito. Te acercaste a hablarme con una facilidad envidiable. ¿Tú también vienes a Cinemateca?, preguntaste con ese acento del interior tan simpático. Vivo a tres cuadras, me justifiqué. Igual yo, dijiste. Habíamos sido vecinos todo este tiempo sin saberlo.

Tu conocimiento de cine era evidente y me cautivó desde el principio. No viniste a caretear, sabías los nombres de los actores. Automáticamente me caíste bien. Te propuse ir a tomar algo para seguir charlando, pero ya tenías planes. Escríbime cuando vengas a ver otra peli, me pediste con una sonrisa. Tal vez lo haga, pensé en decirte, pero lo único que atiné fue a levantar torpemente la mano para despedirte. 

Te invité a la proyección del 50º aniversario de Woodstock, con el pretexto de entradas a mitad de precio. Me cuesta lo mismo aunque vaya solo, mentí. Respondiste que tenías tos, así que supuse que no vendrías. En el prólogo pre-función, mis ojos oscilaban entre la puerta de entrada a la sala y Mandrake Wolf contando una serie de anécdotas relacionadas al documental. Cuando era joven se juntaba a verlo con sus amigos todos los viernes en un cine cerca del túnel de 8 de Octubre, rememoró. Añoré con nostalgia adyacente una época en la que Montevideo estuviera infestada por cines, y en medio de este pensamiento te encontré a mi lado, como una aparición. Con un gesto silencioso te disculpaste por la tardanza. Más adelante aprendería que la impuntualidad era uno de tus sellos característicos y parte de tu personalidad. 

Tus conocimientos de cine no igualaban los de esa época del rock and roll, descubrí cuando preguntaste si actuaba Debbie Harry; y lamenté no haberte mentido al ver tu decepción. Esta es mi banda favorita, dije para compartirte una parte de mí, cuando The Who se apoderó de la pantalla y tocó See Me, Feel Me bajo la luz del amanecer en las afueras de Nueva York. Me miraste sorprendida e hiciste un esfuerzo por mitigar la tos y agudizar tu atención, aunque seguramente poco pudiste descifrar en aquellos escasos cinco minutos que duró la performance. Te parecés un poco a Joan Báez — me atreví a confesarte al oído —, y el aroma a vainilla de tu perfume me tentó a acercarme aún más. Siempre olés muy bien. 

Al terminar la función, bajamos las escaleras y te dirigiste sin decir nada a la tienda del hall; decidida a escudriñar entre los vinilos en busca de alguno de Ten Years After — la banda que más te gustó de la película —. Creo que solo tienen de artistas nacionales, noté. Me confesaste que aún no te habías podido comprar una bandeja para reproducirlos y que tan solo mirabas por curiosidad. Tomé nota mental de esa información mientras nos despedíamos de las muchachas de boletería y comenzamos a caminar por la calle Soriano a nuestros respectivos apartamentos. Al llegar a tu puerta nos despedimos con un abrazo, y encapsulé el aroma de tu perfume liberado por el contacto de nuestros cuerpos. Me lo llevo para el camino. Te pregunté qué ibas a hacer mañana. Nunca hago planes con tanta anticipación, me contestaste antes de cerrar la puerta; y al transitar la cuadra que nos separaba, mis ojos no se despegaron de la pantalla de mi celular, de la programación del resto de la semana, en busca de una nueva excusa para vernos. 

En aquella ocasión quedamos en encontrarnos en el hall. Me ofrecí a sacarte la entrada nuevamente, pero esta vez declinaste mi oferta. Vos te encargabas, me aseguraste. La hora de la función de El Gran Lebowski se aproximaba, y mi mente comenzó a barajar la posibilidad de tu ausencia. Cuando estaba a punto de dirigirme a la sala, te vi entrar. No estabas sola. Llegaste de la mano de una compañera del taller de teatro: Victoria. Presenciar aquella imagen comprimió mi pecho y sentí mi corazón disminuir su tamaño. De todas las salas, de todos los cines de la ciudad, ¿por qué eligieron venir a esta? Sonreí para disfrazar mi angustia — supongo que algo aprendí en el taller —, y las saludé con un fuerte abrazo a ambas, realizando un esfuerzo sobrehumano. Esa noche no disfruté ninguno de los chistes del Dude — ni siquiera la escena de las cenizas de Steve Buscemi —, tan solo me dediqué a reprimir mi agonía y lanzar miradas fugaces hacia mi izquierda, para intentar convencerme de aquella situación.
La cafetería preparó White Russians para celebrar la ocasión, y al finalizar la película, me lancé hacia ellos. Victoria probó un poco de tu vaso, pero en seguida se excusó. Tenía otros compromisos. Me sorprendió que permanecieras a mi lado y no la acompañaras, pero enseguida preferí que lo hubieras hecho. Me hablaste de ella. De cómo te hacía sentir, de su visión del arte, su trabajo, su dedicación. A medida que esas palabras eran pronunciadas, el líquido en mi vaso se iba consumiendo. Sugeriste que tal vez había tomado demasiado, pero te contesté que ser borracho era mi nacionalidad, y pedí un último trago antes de que cerraran.  

Mi estómago vacío aceleró el efecto del vodka. No recuerdo muchos detalles, pero estoy seguro de que al volver a casa, te confesé de manera incoherente y poco poética algunos de mis sentimientos. Recuerdo que en el camino te reíste y dijiste que bajo mi apariencia de cínico existía un lado sentimental. De nuestra despedida tengo imágenes inconexas. Me acompañaste a mi puerta, hablamos frente a frente por un lapso prolongado, me abrazaste cariñosamente, te besé o al menos eso creo, me miraste con los ojos bien abiertos en una mezcla de sorpresa y temor, te alejaste sin decir nada mientras yo permanecía inmóvil frente a mi apartamento. Esa noche soñé contigo.

A la mañana siguiente desperté intentando desmenuzar las escenas de la víspera, para diferenciar cuales habían sido parte del sueño. Revisé mi celular en busca de algún mensaje tuyo que aclarara mis dudas, pero no había ninguno. Me atreví a escribirte para tantear tu reacción y respondiste con normalidad. Tal vez solo había ocurrido en mi imaginación. Quedamos en encontrarnos para Halloween a la proyección trasnoche de The Rocky Horror Picture Show. Voy disfrazada, dijiste.

Con un sombrero de mi abuelo y una garra para jardinería en mi mano, me dirigí a tu apartamento. Vos te disfrazaste de bruja. Están de moda, justificaste. Mientras caminábamos, se respiraba un aire de incomodidad; te inspeccioné con la mirada y te cohibiste. Finalmente te conté de mis escasos recuerdos de la noche de Lebowski y de mi sueño posterior. ¿Crees que fue un sueño?, me preguntaste ya sentados en la sala, y tu mirada me confirmó lo que temía. Me tranquilizaste, anticipándote a mi reacción, y le restaste importancia al asunto. Tomaste demasiado, dijiste mientras una enorme boca con labial rojo se nos acercaba desde la pantalla. Te confesé mi sueño de montar una producción de Rocky Horror y comenzamos a imaginar un elenco con nuestros compañeros de teatro. En casa tengo el vinilo original del soundtrack, comenté, y te invitaste a escucharlo.

Compramos panchos y cerveza para acompañar la música. Entibie la luz con el dimmer de la pared, y bailamos Time Warp con jarras en la mano. Me aproximé para hablarte por encima del volumen de la música y tu perfume desarmó mis inseguridades. Permanecí unos segundos a un paso de tus labios. Si no lo hacía me iba arrepentir. Quizás no hoy, ni mañana, pero algún día. Junté nuestros rostros con la esperanza de que no te alejaras. No lo hiciste. Respondiste al encuentro, como lo hacías siempre. Nuestros cuerpos se transportaron al sillón y comencé a buscar tu piel bajo las capas de tu disfraz. Tu mano se interpuso. Esperá, me pediste, no quiero hacerle esto a Victoria. Te miré sin comprender y tus ojos se negaron a mi avance. Nos sentamos en silencio a comer y cuando se terminaron nuestras cervezas me pediste que bajara a abrirte. Observé tu figura alejarse una vez más y perderse en la esquina. Decidí que lo mejor sería no escribirte por un tiempo.

La rutina diaria me hizo olvidar nuestra pequeña historia hasta que vi anunciada Antes del Amanecer en la cartelera. Amo esa trilogía, me dijiste una vez. Tuve el impulso de contactarte, pero lo ignoré; habías tomado una decisión y debía respetarla. De todos modos, no tenía planes para esa noche, así que me refugié en los asientos de la sala 2; en la relación entre Jesse y Celine, en su conversación por las calles de Viena.  

Abandoné la sala con una agradable sensación de nostalgia que me acompañó hasta la salida. Hasta que te vi parada en la puerta. Las palabras sobraban, así que me limité a sonreírte con una mueca de resignación. Empezaste a caminar hacia tu casa y me dejaste acompañarte. Nos detuvimos en un kiosko a comprar una cerveza, y nos sentamos en la entrada de una tienda, como para mantener el espíritu bohemio de la película. Te pregunté si seguías con Victoria y tu silencio me confirmó que sí. 

En un arrebato de locura te hice una proposición. Diez años más adelante, si ninguno tenía pareja, viajaríamos a Europa y nos encontraríamos en un tren. Un tren con destino a Viena. El plan te agradó, querías más detalles. Tomé la palma de tu mano, como lo haría una gitana, y te transporté a ese momento: una caminata por el Danubio, un vino bajo las estrellas en el parque, un beso glorioso en el Prater. Sonreíste con ternura y me extendiste tu mano. Ten Years After, dijiste y estrechaste la mía. Rodee tu cuerpo con mi brazo y bajo la luna montevideana sellamos nuestro pacto. Diez años es mucho tiempo, reflexioné cuando nos despedimos con un austero impacto de mejillas. Al ver tu puerta cerrarse frente a mí, me sentí como un inmigrante ilegal extraditado de tu vida para siempre. Mientras me alejaba cabizbajo, un solitario pensamiento logró consolarme.

Siempre tendremos Cinemateca.