Selección

Siéntate

Gerardo Velázquez

Caminé hasta que me dolieron los pies y necesité un asiento. El sol ya se ocultaba detrás de los edificios de la zona, y fue en aquel momento cuando divisé el enorme edificio alargado de la calle Bartolomé Mitre. A simple vista parecía un complejo de oficinas, pero luego recordé que era la Cinemateca. Una asociación simple entre sala de cine y asientos me decidió al fin a comprar una entrada para la última función del día.

Un hombre rapado y con traje negro me recibió en la puerta de la sala.

—Buenas tardes, señor. Puede acomodarse donde prefiera, hoy tenemos la sala prácticamente vacía.

—Gracias —contesté, y entré sin mucha parsimonia a sentarme en la última fila, del lado del pasillo.

La pantalla estaba encendida con los anuncios, y la luz mortecina iluminó las butacas azules y a una mujer morena de mediana edad, que estaba sentada a tres asientos de mí. El hombre tenía razón, estaba prácticamente vacía.

Al parecer la película se llamaba Nunca volverá a nevar, y el protagonista era Alec Utgoff, acompañado por Agata Kulesza y varios más que nunca podría llegar a pronunciar.

—Chsst, señor —me llamó la mujer.

—¿Qué? —pregunté cortante. Un poco molesto porque me hubiera llamado como a un perro.

—Disculpe —dijo acercándose—, pero mi novio fue al baño hace media hora y todavía no ha vuelto. Le molestaría… ¿ir a fijarse si está bien? O decirle al acomodador que lo haga, al menos.

Se la notaba muy preocupada, y pensé que tal vez aquella mujer estuviera saliendo con un drogadicto y le hubiera dado una sobredosis. Aunque no parecía la clase de mujer que saliera con ese tipo de gente.

—Le diré al acomodador —dije.

Me levanté y le comuniqué el problema al hombre, que asintió y fue rumbo al baño. Volví a sentarme, soportando su insistente mirada.

La película comenzó con una escena donde el protagonista recorre varios lugares rurales. Se me comenzó a hacer tediosa, pero justo a tiempo la escena cambió, y el protagonista llegó a una oficina para empleo de extranjeros. A partir de allí empecé a notar por dónde iría la película, hasta que la mujer volvió a interrumpirme.

—¿No cree que está demorando mucho? Ya llevamos quince minutos de película y si entro en el baño de hombres…

—¿Qué quiere que haga? —pregunté molesto otra vez.

Ella no contestó y volvió a mirar la película, pero un instante después pude notar su llanto silencioso. Sus hombros se convulsionaban y se tapaba la boca para no hacer ruido, pero estaba claro que lloraba.

—Está bien, iré —dije. No me pudo contestar a causa del llanto, pero a través de sus ojos empañados, noté una mirada de agradecimiento.

Volví por el pasillo hacia la puerta de entrada y fui al baño. Cuando abrí la puerta, me encontré a Alec Utgoff parado detrás de la puerta. Como si hubiera estado esperándome todo el tiempo, y chasqueó los dedos.

No estábamos en un baño público.

Estábamos en una casa, con una gran biblioteca blanca al fondo, y en medio de la sala había un hombre tendido boca abajo en una camilla. Alec me pidió silencio, y se acercó muy despacio al hombre —que supuse tendría que ser el novio de la mujer morena—, y comenzó a trabajar sobre su espalda desnuda.

Sus dedos parecían estar amasando cada músculo del hombre, y yo seguía allí inmóvil, mirando lo que hacía Alec. Quería salir de allí y decirle a la mujer que su novio estaba bien, que no pasaba nada, que solo le estaban dando un masaje. Pero Alec parecía leerme el pensamiento y señaló el otro extremo de la habitación, donde estaba el acomodador que me recibió en la entrada del cine. Me acerqué como un autómata, y miré.

Su espalda estaba desollada; la piel doblada como si fuera un pedazo de tela.

Era un corte limpio, como de cirujano. Desde los hombros hasta el coxis no tenía piel, solo músculos ensangrentados. Sin embargo, noté que respiraba. Sus pulmones seguían funcionando y los músculos subían y bajaban, pero el hombre no me podía ver, con la cara en el hueco de la camilla y los brazos a los lados. No se quejaba, parecía dormido o hipnotizado.

—Este es de músculos más duros —dijo Alec señalando hacia el novio de la morena—. El guardia era más blando.

—Acomodador —lo corregí. Me sorprendió haber contestado una trivialidad teniendo en cuenta que moriría con la espalda desollada en minutos.

—Nah, no morirás —dijo Alec, otra vez dentro de mi mente—. Solo estás aquí como espectador. Pagaste la entrada.

En ese momento pude moverme y mi cuerpo fue directo sobre sus pasos hacia la puerta. Logré salir de aquella casa o baño a los tropezones, y vomité en la puerta. Me recuperé y caminé pasillo abajo hacia la sala, a buscar a la novia de aquel chico.

La sala estaba llena. Todas las butacas estaban ocupadas excepto la mía.

Eran figuras grises, inmóviles. Sus facciones eran flácidas, como si su piel no pudiera colgar más de sus huesos. Pero no era piel, era tela de araña. Aquellas figuras grises y blanquecinas eran un tejido que formaba cada cuerpo. Los finos hilos surgían de los asientos para seguir perfeccionando la ilusión. Unos rostros sin ojos en sus cuencas, aunque atentos a lo que estaba sucediendo en la pantalla. Atentos a Nunca volverá a nevar.

Distinguí el rostro de la mujer morena entre la multitud, aunque esta vez no tenía mirada insistente.

—Siéntate —dijo una voz. Resonó por toda la sala, y cuando la repitieron me di cuenta que salía de todas las bocas al mismo tiempo.

Pero no lo hice, porque esta vez era consciente de que aquello no podía ser real. Sabía que estaba en una sala de cine, que aquel hombre que era el mismo de la película no podía estar dando masajes y desollando personas. Que la piel de la mujer no estaba hecha de telas de arañas, y que aún conservaba sus ojos negros. Aunque mis sentidos me decían lo contrario.

Busqué la salida y no la encontré. Ya no existía la puerta, toda la pared era uniforme.

—Siéntate —repitieron las voces a través de sus bocas de telarañas.

No encontré otra salida, y estaba allí para tener un asiento cómodo, así que no iba a desperdiciarlo. Cuando lo hice, unos hilos finos comenzaron a reptar desde el respaldo de los asientos azules, como si los hilos de la tela se desprendieran, y se deslizaron por mis manos, mis piernas, brazos, torso y cuello, hasta que llegaron a mi cara y mis músculos se aflojaron y ya no podía ver nada. Solo oscuridad y un lento murmullo de aprobación por parte de las figuras sentadas a mi alrededor.

—Señor, la función terminó —dijo el acomodador, tocándome el hombro.

Estaba con la boca abierta, mi hombro estaba húmedo al igual que mi boca.

Me había quedado dormido, babeando mientras dormía.

La mujer que estaba a tres asientos de mí ya estaba saliendo de la sala, como si nunca hubiéramos cruzado una mirada.