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Carlos E. Henderson Carbajal

Sentados en grupos sobre la moqueta roja percudida de la entrada a la Sala Lorenzo Carnelli, se abría un nuevo universo en pleno 1985. La efervescencia natural de la adolescencia en la efervescente democracia recientemente recuperada. Éramos muchachas y muchachos de entre 15 y 20 años que iniciaban el curso de cine para niños y adolescentes de la Cinemateca Uruguaya. Siempre me había gustado el cine y, aprovechando la oferta de membrecía “por el precio de dos entradas y media”, como decía el anuncio grabado por Martínez Carril, me había convertido en un ávido consumidor del séptimo arte.

Todo era novedoso y sorprendente: generalidades sobre las artes plásticas, el primer movimiento de cámara en una película de ficción, como en El gran asalto al tren, la técnica de hacer la narración más densa mediante la extensión y fragmentación de un episodio, como en la escena de la represión cosaca sobre el pueblo en la escalinata de El acorazado Potemkin o el uso del enfoque desde arriba o desde abajo para potenciar o disminuir a un personaje, como en Quebracho. Todos íbamos a dedicarnos a la dirección de cine o a la actuación o al montaje o a la producción, así que cada clase de los sábados matinales era imperdible, aunque hubiéramos estado de excesos varios hasta altas horas de la madrugada.

Las salidas en grupo se hicieron pronto parte de la rutina. En ocasiones podíamos ser 15, alguna vez 20, porque también estaba el grupo de “egresados”; seres rodeados por el halo de la admiración de mi grupo de principiantes, dado que ellos ya habían terminado el curso y habían filmado un cortometraje. Ellos y ellas habían tocado el cielo con las manos y en dos años sería nuestro turno. El programa era, con variaciones, el siguiente: cada cual a su casa después del curso de los sábados a almorzar, a descansar y a prepararse para más tarde. En la noche, película en alguna sala de la Cinemateca, dado que, siendo socios de Cinemateca, teníamos acceso casi ilimitado a cine de calidad, que muchas veces entendíamos y otras veces no tanto, pero que de todos modos recibía nuestra calificación de “reinteresante”. Luego, íbamos a comer pizza a algún bar o, aún mejor, comprábamos pizza y nos íbamos a la casa de alguno del grupo para seguir hasta altas horas. Ahora de adulto, entiendo por qué algunos padres permitían con beneplácito que sus casas fueran invadidas por las amistades de sus hijas e hijos: nos tenían cerca y podían tener un cierto control.

La absoluta mayoría de las personas en este grupo provenía de familias de una solvencia económica muy superior a la mía. Una buena parte de los padres y madres eran profesionales o tenían puestos importantes en empresas y eran dueños de sus casas o apartamentos, generalmente situados en Pocitos, Punta Carretas o en barrios cercanos. En mi familia, en cambio, no había propiedades y vivíamos en Paso de la Arena. Sin embargo, nunca sufrí esas diferencias más allá de que a mí me tomara 90 minutos más que a la mayoría en llegar a las clases de los sábados y a las salidas del grupo. Aunque suene a cliché, el espíritu del grupo y, tal vez, de la época era integrar. Así, la volada, el soñador, la ejecutiva, el sarcástico, la del humor negro, el de mente más científica y el traga encontraban todos naturalmente su lugar. Si había reunión o fiesta de cumpleaños, se visitaba, aunque el grupo tuviera que dejar su hábitat natural y viajar 90 minutos para la ocasión. Y no menos importante: pocas veces se hablaba de fútbol o se preguntaba insidiosamente si todavía no tenías novia o novio. ¡Cómo no se iba a
sentir a gusto en un ambiente tal un adolescente todavía en construcción de su identidad!

Y así, estos adolescentes se hicieron jóvenes y empezaron estudios, facultades, trabajos. El grupo grande no siguió funcionando, salvo en contactos esporádicos de algunos con otros. Pero entre cuatro de nosotros se formó un subgrupo especial en el que desarrollamos una profunda amistad, que hemos mantenido pero a la distancia, porque en pocos años los cuatro nos fuimos de Uruguay; dos para Israel, de donde provenían, una para Alemania y luego Suiza y, por último, yo, a Suecia. Obviamente, nuestro grupo privado de comunicación por chat tiene el logo de la Cinemateca en el perfil. En todos estos años hemos mantenido y profundizado la amistad, nos hemos visitado en nuestros respectivos países, hemos participado de nuestros casamientos, nacimientos de hijos e hijas, divorcios, viudeces, operaciones, cambios de trabajo. Este verano de 2022 del hemisferio norte, nos volvimos a reunir los cuatro en Israel. Y en uno de los paseos por el norte, en una quebrada cerca del mar de Galilea, refugiados del sol y los 38 grados, bajo la sombra de unos árboles y refrescados por el agua fría del riachuelo, recordamos
las viejas anécdotas, las noticias más o menos actuales de la gente del gran grupo, algunas trágicas ausencias, reconfortantes las presencias. Y cada vez que nos vemos, surge ese momento asombroso en que tomo conciencia de que todo lo que hemos compartido en estos años, que ahora son 37, comenzó sobre una moqueta roja y percudida de la Sala Lorenzo Carnelli. Y todo, por el módico precio de dos entradas y media.