Todo lo que dice el silencio (y algo más)

Viviana Diz Martínez

Nos encontramos justo debajo de la puerta de la Ciudadela. Ya no llueve pero siento que quedó un aire gélido. Pienso que tendría que haberme abrigado más, pero parece mi nueva faceta la de tomar decisiones equivocadas o no aprender a tomar las correctas.

Cuando llega ya estoy allí, esperándolo. Nos saludamos en lo que parece ser un abrazo torpe, como si ninguno de los dos supiera muy bien qué hacer o cómo actuar después de la última vez que nos vimos. No pasó nada, pero casi pasa; y ese “casi” es el que hace que todo se sienta nuevo y distinto. La realidad es que llevamos más de un año haciendo esto, buscando dos o tres ratos libres al mes para ir al cine (que
en realidad es hablar, ir al cine, hablar, y luego hablar un poco más). Una vez le dije que nunca me aburría de hablar con él y él me dijo que le pasaba lo mismo. En otra ocasión me dijo que nuestras charlas parecían guionadas, y desde ese momento nunca pude sacármelo de la cabeza. Es como si le hubiera agregado cierta épica a nuestras conversaciones. Como si hablar con él me hiciera sentir, al menos por un rato, por fuera del mundo. Especialmente cuando se vuelve complicado. Es como si todo fuera más simple. Si las respuestas que le doy son buenas es solo porque sale natural.

Después del abrazo torpe los dos miramos inconscientemente al piso, y luego dirige su atención al reloj en su muñeca. Después, a mi.

-¿Estamos bien de tiempo? -pregunto.
Sonríe para responderme.
-Por primera vez, sí.

Tenemos una especie de chiste interno. Parece que siempre estamos llegando a destiempo. No importa cuánto intentemos llegar en hora, la hora siempre cambia y llega antes que nosotros. Una vez le dije eso y me respondió que así éramos nosotros, siempre llegando tarde. No me animé a preguntarle si hablaba solo del reloj o de algo más. No me animé porque no sabía qué hacer con la pregunta y mucho menos sabía qué podía llegar a hacer con la respuesta.

-Entonces podemos caminar un poco -le sugiero.
-Podemos -me responde. -¿A dónde vamos?
-¿A dónde querés ir?
Para mi siempre es más fácil patear la pelota y dejarla en su cancha.
-Decime vos.
Y para él, devolvérmela y dejarla en la mía. Quizás por eso nunca ninguno de los dos llega a ganar.
-Solo quiero caminar -respondo, y es mitad cierto.
-¿Solo eso?
No contesto nada. En su lugar lo miro y sonrío. Él también sonríe pero yo no sé porqué. Nos detenemos en un semáforo rojo pero no pasa ningún auto, así que cruza.
-¿Qué pasó con el respeto a las señales de tránsito? -le digo al llegar a la otra esquina. Espero a que cambie la luz a verde para hacerlo, solo para molestarlo. Siempre era él el que me reprendía por cruzar de cualquier forma.
-Tenía ganas de romper las reglas, por una vez.

No pregunto lo que quiero y en lugar de eso apuro el paso. No tengo muy en claro a dónde vamos pero me urge llegar, como si lo hubiera retrasado por mucho tiempo. Me distraigo y pienso que la Ciudad Vieja por la noche tiene un silencio que solo se escucha en la Ciudad Vieja. Caminamos una cuadra entregándonos al barrio o por lo menos a lo que queda de él cuando ya se fue el sol. Luego simplemente
empezamos a hablar. Lo pongo al día con mi trabajo, con lo mal que me siento. Con esta sensación constante de que vivo en un tren en movimiento pero todavía no encuentro la estación donde bajarme. El viaje me está cansando y me gustaría poder dejar las valijas en algún lugar. Él asiente y me escucha con paciencia aunque no es la primera vez que lo hace. Luego es su turno y vuelca conmigo todo lo que tiene su cabeza, que es mucho más de lo que creo; y estoy segura que mucho más de lo que cree.

-Todo va a estar mejor -le digo.
-¿Cómo lo sabés?
-No lo sé. Solo confío en que así sea.
-¿Y si no?
-Voy a estar acá.
Me mira, de pronto.
-¿Si se pone mejor te vas a ir?
-Claro que no -respondo. -También voy a estar acá.
Mira al piso y sonríe y noto que de tanto caminar terminamos llegando al cine, justo a tiempo.

Para cuando alcanzamos la puerta me doy cuenta que no hace tanto frío como creía.

Subimos las escaleras y llegamos a la sala que nos vio encontrarnos más veces de las que recuerdo, aunque las recuerdo todas muy bien.

Nos sentamos en nuestras butacas y mientras el espacio se llena y nosotros seguimos hablando, noto cómo mi imaginación empieza a volar. ¿Qué pasaría si estirara la mano para acariciarle la mejilla? No tengo ninguna excusa para hacerlo, entonces no lo hago, pero me pregunto si necesito la excusa o es al fin y al cabo una excusa en sí misma que me pongo para no hacerlo, para no dar el paso. Bajan las luces y las pocas voces que aún sonaban como murmullos ahora se prestan para la pausa del ruido.

No sé cuántos minutos pasan pero ya estoy casi totalmente metida en ese pequeño universo que la película me presta. “Casi totalmente” porque no puedo dejar de pensar en que lo tengo sentado a centímetros de mi. Tan presente lo tengo que siento que no hay nadie más en la sala aparte de nosotros. Tan presente que en la oscuridad puedo ver cómo su pecho sube y baja acompañando su respiración. Tan presente que en lo único que puedo pensar es que no entiendo por qué la protagonista corre la mano justo cuando va a tocarlo si es obvio que ambos quieren eso.

Entonces, como si me estuviera leyendo la mente, se recuesta en el apoyabrazos y nuestros codos se chocan. Podríamos correrlos pero ninguno lo hace. Por el contrario, pareciera que buscamos pegarlos un poco más. Como tantas otras veces me pregunto si está pasando algo más de lo que parece que está pasando, si habrá algo que leer entrelíneas. Solo que esta vez no tengo dudas en la respuesta.
De pronto la película se siente lejana, también deja de existir y todo lo que hay es su brazo rozando el mío y el mío rozando el suyo. Lo muevo un poco para acercarlo y él hace lo mismo, y si había alguna duda acerca de qué estábamos haciendo esa duda acaba de romperse para desaparecer.

Escucho un suspiro en algún lugar del cine y me pregunto en qué momento estará la película pero no puedo dejar de prestar atención a esto que está pasando. Parece que no está pasando nada pero están pasando muchas cosas. Su mano roza la mía y la aleja rápidamente. Me rehúso a haber llegado hasta acá en vano entonces hago lo mismo. Le rozo la mano. Le digo a mi manera que estoy acá, que lo haga. Siento una corriente eléctrica recorrerme todo el cuerpo y solamente se intensifica y explota en mi estómago cuando pasa, cuando su mano toma la mía tímidamente, como si pidiera permiso. Y yo le demuestro que se lo doy envolviendo mis dedos alrededor de su mano. Ambos tenemos la mirada puesta en la pantalla, lo veo por el rabillo del ojo, pero esto está pasando. Entonces me acaricia con su pulgar y yo hago lo mismo contra su palma, y siento como si toda esa energía que me corría de pronto se acomodara. Sonrío. No tengo que verlo para saber que él también sonríe. Lo que queda del resto de la película lo pasamos con las manos entrelazadas y apenas moviéndolas, como si intentáramos recordarnos mutuamente que estamos acá. Y cuando las luces se prenden, casi de forma instantánea nos soltamos, y aunque cruzamos miradas las desviamos los dos, como si no hubiera pasado nada o peor aún, como si hubiéramos decidido no hablar de lo que acaba de pasar.
-Nos vamos en el mismo ómnibus, ¿no? -me pregunta al tiempo que salimos de la sala y yo me pregunto si lo qué pasó lo vamos a dejar allí abandonado o lo vamos a llevar con nosotros.

Asiento y salimos del cine en silencio y casi en el mismo silencio caminamos hasta la parada, donde decido interrumpir para saber qué le pareció la película, no sin antes decirle lo que pienso.

-Lo que más me gusta de esta película es que parece que no pasa nada, pero pasa.
-Les creo todo. Les creo que están enamorados -me responde.
-La forma en la que se miraban. Los diálogos son buenos pero los silencios… increíbles.
-Lo bueno de los diálogos es que parecían nunca aburrirse uno del otro, por más que llevaran horas hablando.

Siento que el corazón se me va a salir del pecho pero me veo interrumpida por el ómnibus que no demora en llegar, y entonces subimos hablando de cosas banales, inquietos y nerviosos hasta encontrar asiento, casi torpes. Cuando abrimos la boca nuestras palabras se atropellan en nuestras lenguas y sé que es porque hay cosas que no están pudiendo decir.
Entonces ocurre, de vuelta, que su mano se topa con la mía y la mía contra la suya, pero ahora ninguno de los dos puede disimular la intención detrás del roce, del tacto, de ese momento tan íntimo y tan nuestro. Nos miramos, nos sonreímos con la misma torpeza con la que intentábamos hablar. Me doy cuenta de dónde estamos.

El ómnibus está llegando a su parada. Él siempre es el primero en bajarse y parece no notarlo.

-La próxima es la tuya -le aviso.
Me mira sin decir palabra. Estoy tan pendiente de lo que va a salir de su boca (y tan pendiente de su boca) que puedo notar cómo se mueven casi imperceptibles los músculos de su cara, especialmente alrededor de sus labios.
Solo desvío la mirada para asegurarme de que nos pasamos de su bajada, unos segundos después.
Cuando vuelvo a mirarlo, está sonriendo y más cerca que antes. Mucho más cerca. Tanto que tengo su respiración contra mi piel.
-Ya lo sé.