Un Beso en la Frente

Gerardo Minutti Bonilla 

Veinticuatro años de trabajo en la empresa, un pedazo de historia viviente de Real Seguros. El empleado más fiel, el que había rechazado otras ofertas mejores, varias veces, para quedarse en una empresa que siempre había tenido consideración por él y por el valor de su trabajo. El mismo empleado que llegó ese lunes, con el mate abajo del brazo, como cada día, y que media hora después estaba juntando sus cosas para irse a su casa. Lo habían despedido. Porque “los números no dan”, “tu sueldo es uno de los más altos”, “ya estás para jubilarte”, “necesitamos gente más joven”. Sus compañeros de toda una vida quedaron sorprendidos y llegaron a darle un abrazo y esbozarle el clásico “si necesitas algo me llamás”, y luego siguieron trabajando.

Juan Pernas, ahora tenía nombre y apellido de desempleado. Algo que nunca le había pasado en sus 59 años de vida. Apenas puso un pie fuera de la empresa, el viento frío se hizo helado y sopló una tormenta de miedo y angustia que le hizo temblar las piernas. Volvió a su infancia, a las tardes en donde su padre lo retaba abajo de la parra por alguna travesura y él quedaba temblando, detenido en un tiempo interminable, sin poder largar el llanto, en un limbo de emociones que lo paralizaba. La recepcionista lo vio inmóvil en la puerta, se apiadó de él y se acercó a ofrecerle un taxi para irse. Juan no le contestó, sus piernas revivieron tímidamente y comenzó a caminar sin tener ninguna idea de cuál sería su destino.

Caminó sin rumbo por el centro de la ciudad, pensando en todo y sin pensar en nada. Que el despido era un año de trabajo, cómo iba a hacer para terminar de pagar la universidad de su hija, los años que le quedaban para tener una jubilación medianamente digna, y más, mucho más. El miedo, pensó en el miedo. Lo había experimentado en otros momentos de su vida, pero nunca como ese día, en ese
momento. Tuvo algunos segundos de algún pensamiento esperanzador, del estilo “los cambios siempre vienen bien”, pero duraron lo que un suspiro.

Buscó un bar perdido donde poder sentarse sin que nadie lo moleste. Cuando lo encontró se sentó en la esquina menos buscada, con la ilusión de que el olvido se adueñara de él. Un whisky sin hielo hasta el fondo. Lejos de olvidar, el presente nunca se hizo tan vital y visceral como en ese bar durante las tres horas que permaneció mirando por la ventana. Cuando ya se había bajado media botella de whisky, se levantó y caminó, otra vez sin destino. Era extraño. Él, que había tenido el destino marcado como una ley durante veinticuatro años, ahora no sabía qué hacer.

Se perdió un buen rato por la ciudad. El aliento a whisky doblaba en cada esquina un par de metros antes que él. Logró abstraerse mirando vidrieras y entrando a bazares a explorar artículos de cocina: ollas, cubiertos, asaderas, vasos. Siempre había sentido una extraña satisfacción en eso, era su juguetería de adulto.

Luego de ignorar todos los mensajes en su celular y cuando la tarde empezaba a ser firme y fría, se desplomó en el banco de una plaza. Se imaginó en ese mismo banco por los próximos veinte años, dando de comer a las palomas, compartiendo su hambre, su vida callejera, su deambular. Levantó la mirada y se detuvo en un afiche que estaba cruzando la calle: tres pibes, sentados en un muro, con una cerveza en la mano, a blanco y negro, 25 Watts. La imagen lo transportó a su barrio, a sus veinte años, con el sol pegando en la cara, la vida sin descubrir, los amigos a un lado y la cerveza como combustible sagrado. Se le hizo una pequeña mueca que no llegó a ser sonrisa pero fue suficiente para cruzar la calle e investigar. Entró a la Cinemateca Uruguaya y preguntó por la próxima función de 25 Watts; sacó su entrada y esperó la hora que faltaba sentado en el banco de la plaza.

Ya se hacía la noche así que le avisó a su esposa que iba a llegar más tarde porque iba a ir a tomar algo con los del laburo. No quiso averiguar nada de la película, ni siquiera leer una sinopsis que había en una folleto en la boletería. Llegó la hora y entró a la sala caminando como un gato por un balcón, y se dejó llevar por la oscuridad del lugar. En los minutos previos al comienzo de la película pudo acercarse a una profunda serenidad, donde la gente hablaba casi en secretos. Luego le ganó una extraña curiosidad, o más bien ansiedad, casi que pidiendo a la pantalla que hablara. Él, que llevaba 10 años, o más, sin ir al cine. Era rara su ansiedad, pero bueno, en ese lunes todo era raro.

Comenzó la película. La sala se hizo refugio. El blanco y negro. Los muros del barrio. El auto parlante. Los pibes. La abuela y la antena. Menchaca y la campera. El marmota chico. El Leche y la proffesoressa. El videoclub. Simón dice y el blandengue. Las voces. Se dejó llevar y ahora sí soltó alguna sonrisa, suave, mezclada con la preocupación de cómo iba a pagar las cuotas del auto. Viajó hasta su barrio, con sus amigos, en los mismos muros, perdidos en alguna tarde de verano. Y de pronto lloró, como nunca había llorado, fuerte, denso, irremediable, arrollado en la butaca, abrazado a ella. Su llanto quebró la sala y la función, algunos espectadores le preguntaron si estaba bien. Juan hizo señas de que estaba todo bien. La luz de la proyección iluminó su rostro desfigurado y ahora aliviado, dolido y entregado en un gesto que entendió, ese día, iba a ser de irremediable tristeza. Mientras tanto, la pantalla jugaba al ring-raje y gritaba:

“¡Abran la cabeza, burgueses!”.

Terminó la película y acompañó los aplausos. Fue el último en irse de la sala, sentía una mezcla de vergüenza con ganas de quedarse a dormir en ese lugar. Era un niño de 59 años, sin destino.

Al salir del cine se llevó el folleto que estaba en la boletería. Esa noche deambuló lo suficiente como para no tener que llegar a su casa temprano y dar explicaciones. Entró a su casa en puntas de pie y se durmió aferrado a un silencio cómplice y pesado. Durante las próximas dos semanas siguió yendo a Cinemateca a encontrarse con la película del día. Y también fue a “trabajar”, vestido, bañado y peinado impecable como
siempre, con el beso de su esposa estampado en la frente, igual que cada día de los últimos veinticuatro años y dos semanas. Durante ese tiempo juntó miedo, coraje, angustia, futuro, incertidumbre y finalmente una noche, mientras cenaban, terminó de tomar una copa de vino y le dijo a su esposa que tenía algo importante para decirle.

FIN