Era el verano de 1999. Ese domingo, puse a andar los proyectores Phillips , modelo 1933 de Sala 2. Ese día proyectaría a partir de las 17.30 La Flauta Mágica de Ingmar Bergman. Como eran las 16.30 y los motores tenían que estar funcionando al menos media hora solos, sin iluminar pantallas, ni cerebros de eventuales espectadores, subí a planta alta para hacer un poquito de tiempo. Trepé la gran escalera roja y ascendí a la luz solar: ni los celulares recién aparecidos funcionaban abajo. Arriba me encontré con una enorme fila de futuros espectadores. Caminé en sentido contrario de sus zapatos y fue allí que percibí un perro marrón, de raza policía, que había encontrado un lugarcito en la concurrida fila. Era un perro feliz , pero desinteresadamente sucio: las moscas lo tenían acorralado, lo rodeaban dando vueltas circulares alrededor de su cabeza y otras lo hacían en zigzag. Parecían fosforescentes, unas garrapatas aisladas pero bastantes grandes, desperdigadas por su pelaje. Como se trataba de un perro impresentable, procedí a quitarlo de la fila. Lo hice bajar sin llamarlo por su nombre, entendió que debía irse y se perdió por Carnelli en dirección a Roxlo. Eran las 17.15, bajé la escalera roja, que siempre me hizo acordar a la de El resplandor de Kubrick y apagué los motores de los proyectores. Enhebré el triacetato de celulosa, intacto, en creo, unos cinco rollos de 35 milimetros de una duración de unos 25 minutos. Di play en el cassetero y empezó a escucharse un concierto para cello de Bach, las pocas cabecitas escucharían unos quince minutos de música. Subí nuevamente la escalera. Para mi asombro el perro estaba aún más cerca de la puerta de la Sala Cinemateca. Lo logré quitar de allí nuevamente y se fue de nuevo en dirección a Roxlo. Luego de proyectar, al subir los rollos por la escalera caracol, leí el programa en uno de los vidrios de las pequeñas puertas. La película proyectada ese día en Sala Cinemateca era El Coleccionista De Huesos.