Un filme húngaro

Martín Restuccia

Montevideo, Invierno 1979

Eran cerca de las siete de la tarde, la calle estaba apenas iluminada por los últimos rayos de luz invernal del día, que se escurrían entre los edificios y se confundían con los débiles faroles que alumbraban con su tenue luz amarillenta. En una esquina a pocas cuadras de la rambla, la helada brisa ascendía e intentaba colarse por las ventanas de un café, donde un taciturno hombre recostado contra una de las ventanas miraba silenciosamente su taza. El hombre de aspecto sombrío y melancólico no encajaba de ningún modo, todos se veían elegantes y felices. Pero alejado de todo eso, este personaje los miraba con cierto recelo. Aparentaba desanimado y se veía angustiado de estar ahí, rodeado de esa gente.
Parecía que este hombre se había equivocado de lugar, al que precisamente, era la primera vez que entraba. A tres mesas de él, cuatro hombres mantenían una conversación seria respecto a algún un asunto de importancia. El hombre notó, que uno de ellos lo miraba ocasionalmente. Intentó ignorarlo pero al poco tiempo se sintió enfadado y le dirigió una mirada cargada del odio más profundo.
Automáticamente, el hombre de traje bajó la cabeza. Satisfecho, volvió a dirigir sus ojos a la ventana, cuando enseguida percibió que alguien se acercaba. Era el hombre que lo miraba.

-¿Horacio? -Preguntó buscándole la mirada.
El hombre, al escuchar su nombre giró la cabeza y analizó al extraño que enseguida reconoció: Era Prudencio Ortega, un antiguo amigo de su padre.
-Señor Prudencio -dijo extrañado y con cierto tono de pregunta.
-Horacio, cuanto tiempo…
-Mucho tiempo sí.
-¿No quisieras acompañarnos con los muchachos?
-No realmente.
-Estábamos comentando, acera de una película, de la cual recién venimos de ver aquí, a pocas cuadras. Un filme Húngaro muy interesante.
-Yo imaginé que discutían de algún tema político…
-¡Nada de eso!
-Una película… no lo hubiese pensando.
-Sí, pero Horacio… -dijo bajando la voz e inclinándose levemente.
-Esta película es algo particular. -Horacio escuchaba con atención, pero con el mismo semblante decaído.
-Si, esta película… em como decirlo…experimental. Un director húngaro, si húngaro. Los europeos siempre con sus cosas nuevas y extrañas.
Aparentemente, según dicen, éste tipo, como se llamaba, uhm… János Grunwald!
Bueno este tipo, además de ser director, estudió psicología. Su película está repleta de símbolos, que buscan detonar algunas emociones digamos, y recuerdos, y así lograr evocar ciertos miedos.
-¿Es una película de terror, de qué se trata?

-No, no, bueno, podría decirse… terror psicológico quizás. Igualmente no funciona en todos, hay gente que no sintió ni un poco de miedo, y todo el asunto le pareció una estupidez. El espectador debe entrar en una especie de transe, y asociar la simbología sin perder la concentración, cuánto más te adentrás en los símbolos y te abstraés, más logras conectar con tus miedos más profundos y sinceros. Mirá, que te parece esto… Si, si, tomá- dijo mientras de su bolsillo sacaba un pequeño fajo de talones amarillento.
-Me dan varias entradas por mes, y yo mañana viajo a Buenos Aires y no los voy a usar, tomá.
-Pero…
-Son tuyos y yo ya me tengo que ir. -Le dejaba el talonario y le daba la mano apurado por sus compañeros de mesa que se iban por la puerta.

Horacio rápidamente se paró a pagar su café y salió a la calle. Hacía frío, el viento movía los faroles que le proporcionaban a las sombras un movimiento pendular, lloviznaba un poco y esto hacía que las viejas vías de ferrocarril enterradas superficialmente en la calle resplandecieran. Comenzó a caminar por la calle Chucarro en la dirección que Prudencio había señalado al hablar. Descubría el barrio, mientras esperaba que el cine apareciera frente a él. Casi enseguida vio un tumulto de gente y algunos agentes. Se frenó y cuando estuvo a punto de darse la vuelta, se dio cuenta de se trataba de un partido de básquet,
aliviado por haber mal interpretado la escena miró a su alrededor y encontró que en la vereda de enfrente estaba el cine. Era pequeño y parecía hundido en el suelo, bajó las escaleras y se acercó a la puerta, paseó su mirada por todos los espacios que le pudo. Había solo dos personas que conversaban y sacudían sus manos como si eso fuese fundamental para ser comprendidos. Mientras paseaba su mirada, fue sorprendido por un viejo.

-Hola -dijo como preguntando
-Hola -respondió Horacio, que enseguida levantó la cabeza y se puso a caminar buscando alguien que lo atendiera.
Encontró un mostrador con muy pocas cosas en él.
-¿Venís a ver la película húngara? -dijo el viejo a sus espaldas mientras se acercaba y se colocaba detrás del mostrador. Horacio sacó el talonario y se lo alcanzó al anciano, que lo analizó en sus manos por unos segundos pero velozmente cortó uno y le devolvió el resto.
-Es esa puerta de allá-. Horacio se dio vuelta y encontró la puerta. La pantalla se iluminó. Apareció en ella, algún tipo de aviso en húngaro sin subtítulos que nadie entendió. Lo primero que se veía era una persona que caminaba, pero sólo se veían sus pies. Iba descalzo, y con prisa, el piso era irregular y de tierra. Cuándo la caminata disminuía su velocidad, la imagen cambió. Ahora una copa estaba tirada sobre un piso de parquet color verde. Horacio miraba con atención, luego de la copa, un par de manos perfectamente limpias en un primer plano, intentaban deshacerse de una suciedad invisible. Ahora en la pantalla, un hombre de espaldas con una flor en su cabeza, miraba algo, pero su cuerpo apenas dejaba ver un objeto que no se distinguía bien si era un mueble u otra persona. Las imágenes, no estaban fijas, sino que la cámara se balanceaba ocasionalmente y disimulaba un apenas perceptible movimiento que hacia posible por unos instantes, descubrir detalles en los bordes de la pantalla. Cuando la película terminó y al salir, Horacio sentía sed y estaba algo mareado. Esa noche al acostarse pensó en la película y cuando se durmió sus manos se agarraban entre sí.

Al otro día fue a trabajar, y al salir vio que tenía en su bolsillo las entradas. Sin pensarlo, fue al cine nuevamente. Al verlo, el viejo fue hasta mostrador, Horacio le dio un boleto del talón y entró. Pronto aparecieron, los pasos, la tierra, la copa, y en la parte de las manos Horacio se empezó a sentir mal. Estaba sudando y cuando una mano acicalo a la otra, tembló y dio un pequeño salto en su asiento, pero no dejaba de ver la pantalla. La película terminó, y se fue algo decepcionado. Al día siguiente, volvió a ir.

Otra vez en la sala, la escena de los pasos apurados se le hizo interminable y se sintió acelerado y exhausto. En la escena que le seguía, Horacio intentó imitar el movimiento de las manos. Para el momento en el que el hombre de espaldas con la flor en su pelo apareció, la desesperación por descubrir el objeto detrás de aquel hombre, hizo a Horacio presa de una profunda fatiga. Igualmente esa noche se sintió satisfecho con haber vuelto al cine y decidió regresar la noche próxima. Así lo hizo y varias noches después de esa. Cada vez, luego de la función le costaba identificar como se sentía, pero siempre y cada vez más quedaba abstraído del mundo, sumido en un mutismo profundo que le duraba horas. En las últimas noches, notó que las escenas cada vez le provocaban más miedo e incomodidad. Pero eso extrañamente, lo entretenía.

Una noche, cuando se sentó frente a la pantalla, y las palabras en húngaro aparecieron, le fueron tan familiares que pensó que podría adivinar su significado. Los pies corrían apurados sobre la tierra, Horacio los miraba sin pestañear mientras sonreía. Las manos empezaron su baile, al igual que las de Horacio que sabia cada movimiento de memoria. Apareció el hombre con la flor en la cabeza y Horacio se sentía tan contento, pero por fuera quien lo viera diría que estaba aterrado y con un dolor indecible. Le parecía que tanto miedo y sufrimiento, no eran más que una recompensa divina, que venía a remplazar su hastío y su monótona existencia. Valía la pena cada instante de angustia que soportaba con placer. Prefería cada detalle del sufrimiento, a pasar un segundo más en su insoportable vida corriente, complaciéndose falsamente con diversiones vacías e intrascendentes. Sentía ahora, la desesperación de lo desconocido, que le atravesaba los ojos y su cuerpo recibía sin parar. Pensaba en el triste momento en el que todo terminaría, se apagaría la pantalla y se iría a su casa. Sumido en su horror y al mismo tiempo disfrutando, reflexionaba, sin entender cómo podían coexistir estas dos sensaciones que de igual manera reinaban su espíritu y su cuerpo. Estaba sudando, tan absorto en sus pensamientos como inmóvil. Cada detalle de la escena desencadenaba toda clase de absurdos y obsesivos pensamientos detonando una serie de espantosos espasmos en su pecho, que sentía que le oprimía. Su corazón, se apuraba sin él poder controlarlo, tampoco su respiración le obedecía. Parecía Horacio haber perdido todo control de sus facultades motrices. Una lágrima se mantenía atorada en su ojo izquierdo. Su quijada rígida, era producto de sus dientes, que se empujaban entre si de arriba a abajo, denotando un casi imperceptible temblar de la cara. Las palmas de sus manos eran fuertemente apuñalados por sus descuidadas uñas, que se fundían con la fuerza de todo su brazo. En un instante algo cambió. Como una bombita de luz que no aguanta más y se quema, en una ínfima explosión, reluciendo una fugaz lluvia rojiza, así, relampaguearon sus pensamientos, y de igual manera desparecieron, dejándolo solo en la oscuridad. Sus ideas parecían, nunca haber existido, y su terror, ahora más desconocido que nunca no tenía nombre y era incomparable con nada mejor ni peor. Sin poder de asimilación, sin poder concebir nada, sin memoria, saltó al vació, pudiendo ver sobre él, que se alejaba a una incalculable distancia, la única y quizás irreal luz, que alumbró una vez, o jamás, los vestigios de una vida que no recuerda.