Una de amor en los noventas

Mattias Rivero

Los noventa son esos minutos en que empieza la noche. Esos instantes que no tienen nombre porque «tarde» no alcanza para ese cambio de luz, para esos ruidos. Los noventa son esa porción nocturna en setiembre, en el centro, cuando era especialmente delicioso dejarse llevar por las calles, a contracorriente de todos los que huían, armando un videoclip con la ciudad, con las últimas luces de neón de los bares y el walkman. Es en esas noches que sucede esta historia. 

La primera vez que se vieron fue cuando pasaban un ciclo de Buñuel. Ese día daban Él. En esas noches de los noventa el tiempo se comportaba de forma mucho más laxa y la espera formaba parte del viaje, un momento para detenerse y fumar. Habían llegado temprano y esperaban. Ella leía la revista de Cinemateca sentada en los escalones de la entrada. El aire tibio que subía desde el sur los puso a conversar y ciertas casualidades reventaron el poco frío que traía el mar en pequeñas partículas que empezaron a explotar, a fluctuar, a sobrevolarlos y a atravesarlos. Lo más difícil de esto sería reproducir sus voces. ¿Qué fue exactamente lo que se dijeron? ¿Cómo sonaban sus timbres y cómo repercutían en la acústica solitaria de la calle Lorenzo Carnelli? El cuadro así, solo, mostraba en contraste la monotonía del edificio de la OSE de enfrente con sus movimientos que traducían una sinapsis mágica de intento de respuesta a algo así como: ¿qué hacer con tanta belleza? Ojos buscando lógicas en los rincones del espacio. Esa fue la casualidad de Buñuel. Los encantaba. Las ganas de comentar los celos ridículos del protagonista de la película dejaron paso a lo que el cine aún no ha podido atrapar, esa caída sideral al otro océano inmenso del deseo, esas secuencias de hiperventilación y descarga, esa aeronáutica ardientemente estrellada. 

Y así empezaron a sucederse los planos y los contraplanos. Un devenir de parques y de plazas preparadas para ellos, bancos proyectados para ellos, para escapar del ruido infernal de los noventa, de los chillidos de impresoras, de los aviones evacuando hermanos, de los tachos de plástico siendo golpeados incansablemente. Todos los pastos, las explanadas, las bellas vistas de la ciudad, había sido diseñados para sus siluetas amantes y las palabras dichas allí también se escapan, apenas por sus gestos podrían intuirse también momentos de preguntas hondas y una escena de pacto de amor salvaje para toda la eternidad. 

Fue después de salir de la sala Pocitos, habían ido a ver Tumba al ras de la tierra en los trasnoches jóvenes. Había dos asientos al final que se prestaban para morderse los labios. La película era buena, sí, unos jóvenes londinenses sin problemas de empleo, pero era mejor el encanto flamígero de la mariposa que se les escondía en los cuellos y en las manos. Iban en el ronroneo amarillento de un Leyland que los devolvía a los suburbios y empezaron a sentir íntimamente el aroma de lo espectral. En la luz que los envolvía, en las fotos que quedaban en la mente del cuerpo del otro, había algo de proyección que se veía en las partículas microscópicas que bailaban en los giros que daba el aire sobre ellos. 

Poco tiempo después empezaron a morir los amigos. A velarlos en casas pobres de la China interminable que se extendía más allá de las avenidas. Entre lágrimas, vino, gestos duros y lonjas. Entonces, esa luz opaca que habían intuido en el bondi se volvió más obvia porque las evanescencias las producían sus propios cuerpos, como un vapor de heladera que subía mágicamente, que de a poco los empezó a encerrar. Abrazados vieron el líquido azul oscuro que empezó a correr sobre ellos a toda velocidad. Tuvieron cierta certeza dulce y triste, y saber eso no fue poca cosa, el problema era qué hacer con ese paraíso de terciopelo. Decidieron que lo mejor era quemarse en todos los soles de todos los cielos y así empezaron a velarse. Una noche de lluvia, cuando salían de ver Tres amores en París, quedaron atrapados por la acción inevitable que los mostró rabiosos. Estaban mojados y sintieron otra vez la presencia del fantasma energético con una intensidad renovada. Sin dudarlo corrieron, se escaparon por una de las pocas calles empedradas que quedaban en Palermo. El pelo de ella flotaba en la bruma amarillenta de las luces de mercurio. Se escondieron en un zaguán amplio y oscuro. Callados y abrazados vieron girar y girar hasta evaporarse esa garúa de fotones turbios que los buscaba. 

En la sala de exposiciones de Carnelli había mandalas. Eran las lunas de Tarkovski. Ella le explicó que en realidad los mandalas eran pozos donde uno podía sumergir sus deseos. Pensaron que quizás podrían escaparse por allí, zafar así, y eso hicieron. La máquina rumiaba el final de su ciclo de metacine de amor. Estaban deliciosamente perfumados. Fumaron y el humo los enredó con el aire. Uno de los mandalas tenía muchos colores. Lentamente fueron viendo la forma de un pájaro, algo que abría las alas. Un animal para volar que era también el humo, que era también ellos, que era también el encanto eléctrico que los sobreviviría. Afuera la noche recién había empezado.