Mis padres la veneraban, aunque nunca supe si en honor a su talento o por su rara belleza. Una confusión usual que logra irritarme, aunque admito que en este caso no es fácil evitarla. Lo cierto es que su nombre rondaba casi a diario el paraíso perdido de mi infancia: se colaba en las tertulias, cruzaba el aire, brillaba entre los libros alineados.
Allí estaba ese lomo blanco, cóncavo y cascado por el uso, las grandes letras doradas. La hermosa foto de tapa: los ojos dulces y hundidos, la boca gruesa, la frente alta. Una suerte de diario interior que leí con desencanto en plena adolescencia. Un libro anodino que mi madre adoraba sin razón, que luego compré para mí misma y que aún conservo en casa. Un destello de los días felices. Un extraño talismán. Una reliquia impensada.
Senderos, así se titula en la versión castellana. Ante todo, la hermosa foto en la tapa: los ojos tristes y ajenos, los labios llenos, la frente calma. Un retrato en blanco y negro que destila melancolía y prestancia. Una mujer niña. Una mujer atractiva pero angelical, indecisa entre su oscuro poder de seducción y la ternura infantil que irradia. La inefable Marianne, fluctuante entre su aplomo femenino y el cataclismo que la herida le causa: una lumbre potente y altiva que de pronto se apaga. Imposible olvidar esa desolación, la trenza ajada y maltrecha, la tristeza infinita de ese largo camisón a rayas.
Vuelvo a pensar en la foto y en algo asombroso que me ocurrió hace unos años. Fue en la vereda de la calle Paullier, mientras hurgaba en una mesa de libros usados. Allí encontré la misma edición que tenían mis padres, esa que también yo había comprado. Tomé el ejemplar de un tirón, en un acto instintivo y automático. Estaba impecable y a un precio irrisorio, y tuve el absurdo impulso de llevarlo. Una idea fugaz que anulé de inmediato, consciente de lo innecesario. Pero allí seguí, con el fetiche en las manos. Estaba por dejarlo en su sitio cuando leí la fecha exacta de mi nacimiento en una de las primeras páginas: un 21 de abril de 1967 trazado con tinta azul en una caligrafía igual a la de mi madre. El efecto fue agudo como un rayo: divertida y aterrada, solté el libro donde pude y salí disparando. No lo compré, aunque se justificaba la reincidencia.
Todo esto evocaba en el atrio repleto de La linterna mágica. El hall estaba atestado de gente, pero yo no atendía a nada ni a nadie. Era tarde y venía del curso de Caorsi, aturdida y extenuada. Eso sí, la ocasión era imperdible y no podía irme a casa. Me asaltaba el malhumor, algo que suele ocurrirme en medio de una multitud ansiosa y excitada. Por algún motivo tiendo a ser intolerante con quienes comparten mi propio entusiasmo, como si ese espejo me insultara. Tenía hambre y sueño pero allí estaba: quieta y muda en el bullicio infernal, como anestesiada. Bajo mi brazo el cuaderno de Lógica, un mamotreto de espiral torcido donde copiaba las límpidas fórmulas que el profesor anotaba.
Por fin salió de la sala, en medio del gentío abrumador y expectante. Radiante y gentil, pero a salvo en su distancia. El pelo apretado y tieso en un moño, el gélido traje azul marino, un pañuelo a tono en la garganta. Una figura elegante y formal, sin mácula. Un insípido aire de azafata. Al verla en persona me puse a temblar, insegura y alterada. No sabía si acercarme o irme de una vez, porque todo aquello me fastidiaba. Estaba entre mis iguales, pero no quería formar parte de ese molesto rebaño. Me costaba asumir que era una pieza más en esa muchedumbre ávida y febril, presa del mismo brío temerario. Pensaba con firmeza en irme, pero algo me frenaba. De pronto estuve justo detrás de la aeromoza, muy cerca de su espalda. Liv Ullmann: un sonido familiar, un eco de mi niñez, una imagen legendaria. Entonces algo se decidió en mí, como si me empujaran. Con torpeza toqué apenas su hombro y esperé a que se girara. Pulsé aquel saco azul con la punta inepta del dedo mayor, como quien no sabe usar un teclado. Ella conversaba con alguien, pero se dio vuelta y me brindó una sonrisa maquinal, correcta, fabricada. Así, de golpe estuve ante el rostro que mi madre amaba. Un rostro que ya era otro, como una máscara. Los dulces ojos vencidos, la luz algo atenuada. Los hondos surcos en la frente amplia. La boca más fina y lineal, adulterada. Busqué en esa imagen la otra, y acaso pude encontrarla: allí estaban Marianne y Anna y Elisabet, aunque se esfumaban. Me sentí ausente y perdida, recluida en el cielo remoto de mi infancia. Pero no podía retroceder. Murmuré algo muy breve en inglés, retraída y angustiada. Y con un gesto que era una orden le tendí el cuaderno junto a la Bicnegra que llevaba. Ella estampó su firma con soltura y en un rápido trazo inclinado, sin seguir los renglones de la página. Lo hizo de un modo amable y mecánico, como quien repite una fórmula. Yo agradecí con mi propia sonrisa rutinaria. Cerré el cuaderno con la cara encendida y atravesé a ciegas el hall, feliz y avergonzada.