Vergüenza

Carlos Francisco Araújo Ferrá

Cuando fui por primera vez a Cinemateca, no imaginé que, mágicamente sería la última. Era entonces un joven maragato desorientado en Montevideo, y le peleaba las decisiones al destino autoritario, con la soberbia de mis dieciocho años, en aquel 1975“Año de la Orientalidad”, así pomposamente nombrado por la dictadura cívico-militar.

Luchaba contra las fatalidades impuestas por propios y ajenos, y lo hacía munido de música, libros y con la sonrisa que me daba la vida en cada uno de mis días. 

Hasta que ingresé a la Facultad de Veterinaria; y en este punto para ser justo y empezar a pasar vergüenza, diré qué, a la Facultad iba, es cierto, pero lo hice con calculada ironía y sarcasmo, sin la más mínima intención de terminar el año. 

Vivía en una pensión de la calle Galicia—junto a varios maragatos—a la que bautizamos: “la albóndiga embrujada”, pues era el plato principal de la casa. 

Pasábamos ratos de mucha alegría y en las noches, antes de dormirnos—amén de escuchar mucho rock—hablábamos todo el tiempo de San José. Los chismes, venían frescos luego de los fines de semana, y daban para cortar tela hasta el viernes, al que jocosos llamábamos: «le jour de la liberté». 

La vida me sonreía tanto, que me hacía ignorar a conciencia, los martirios, torturas y vejaciones que pasaban alrededor mío; hasta que me rozaban o peor, me tocaban. 

Amén de la tragedia que desangraba al país; yo, con mi desorientación y audaz inconsciencia adolescente pronta a madurar, creí por un momento que el mundo me pertenecía, y Montevideo no era la excepción. 

Esa sensación innata, la moldeó el mejor amigo que tuve en la pensión, que fue a su vez, mí gran mentor ese año. Lo apodaban: “el Jacha”.

Jacha, fue mi molde a seguir, por su manera de actuar, de ser y ver la vida; era un alma sincera y simple, no exenta—para conmigo— de un paternalismo que, aclaró mi visión sobre aquellas pequeñas cosas que nos hacen pasionales y sensibles a nuestro entorno, y dar amor a lo que nos rodea, a los amigos, y a los amores vividos y por vivir.  

Jacha, era un Beatle, y con él aprendí: cómo vestir, a usar un lenguaje particular y alegre, y a perseguir un ideal de vida, dónde poco interesaba el pasado, algo menos el futuro, y dónde era primordial el momento. A eso se reducía todo.    

Cada instante con el Jacha, fueron segundos de gloria, de paz con la vida, y alegría del alma, simplemente dejándola ser. Fui, ex profeso, un trasunto de su estilo.   

Una noche de martes, volvíamos de la Facultad—el Jacha estudiaba Veterinaria también y estaba por entonces en tercero—, y de pronto me invitó a ver una película de Bergman, que daban en Cinemateca, y que se llamaba Vergüenza. 

Eso me da a mí, al evocar esa noche, pues mis ojos encandilados en las escaleras del Palacio Salvo, no supieron jamás, si Cinemateca funcionaba en el primero, segundo, o en un entrepiso del emblemático edificio. Sólo sé que llegamos y nos ubicamos ya por empezar la película, a la que no entendí por más esfuerzos que hice; más sé qué la disfruté cada segundo, con una reverberación mística.  

Mi mentor, trataba de explicarme el porqué de cada cosa. Los cambios del personaje principal, interpretado por Max Von Sydow, y el espíritu noble que encarnaba la musa inspiradora del director, Liv Ullmann.

Me señaló, cómo actitudes endebles, sensibles y frágiles, contrapuestas a otras malignas y ocultas, de los personajes, fueron sufriendo su metamorfosis inevitable, luego de que, intentaran huir de la civilización y sus conflictos, escapando a la locura de los tiempos, y a la guerra que aún no los alcanzaba, pero que los alcanzó.   

Ajenos a la violencia, trepaban por sus vidas, prendidos a su paz, hasta quedar atascados en avatares insanos e inhumanos.   

Finalmente, daba escalofríos ver la transformación de Max—un violinista incapaz de matar una mosca—, utópico y pacifista, desprendido de la realidad, que lloraba a menudo y sin sentido, hundido en su nostalgia; el que luego de ver las brutalidades de la invasión, en una inacción vergonzosa ante la tragedia implícita, impregnado de la deshumanización generalizada, se transforma en un ser violento y despreciable.

 La peor vergüenza que es la guerra misma, transforma también a su pareja, Liv, otra violinista, pero con más temple y fortalezas, lo que hace que luego de salvar sus vidas (a diferencia del resto de la población), huyan de la isla con rumbo incierto, y con el alma rota.  

El Jacha, con sapiencia de veterano luchador y vencedor, sabía vivir y leer a un mundo al que yo no logré escalar por más que lo intenté. De regreso, me fue explicando todo lo que yo no capté, como si fuera un profesor de literatura aplicado al cine; desmenuzando la trama, hizo que comprendiera el argumento, desnudando las miserias humanas magistralmente expuestas por Bergman. 

Imbuidos aún de magia en la pensión, ya por dormirnos, escuchábamos música y disfrutábamos del remanso que era interrumpido por algún cotorreo que había quedado en el tintero. 

De pronto una canción nos dejó paralizados e hicimos un silencio de admiración. Eran los Beatles sin dudas. La voz de John nos hizo volar, luego un todo de coros, guitarras, y un ritmo ascendente nos envolvió. Después, vino Paul, y se fueron elevando sensaciones; por último, éstas aumentaron generadas por múltiples instrumentos, hasta alcanzar una apoteótica cima, trágica y brillante, sedimentada por varios pianos. 

Alguien, cortó el hilo con la calle Abbey Road, al preguntar: 

—¡Qué tema! ¿Cómo se llama? 

 —Son los Beatles, por supuesto. 

—Sí, pero ¿cómo se llama, alguno lo recuerda?

Silencio. 

Hasta que mi mentor y amigo, dijo con su habitual calma y naturalidad: «Un día en la vida», y luego lo repitió en inglés. 

Quedamos todos maravillados. Y nos dormimos, aún con el tema en la cabeza, estoy seguro.   

De golpe, se fue el 75, y con él mi familia y yo a Bs.As. Mencioné antes, que a sabiendas ignoraba a los militares, hasta que me rozaban o me tocaran. Hicieron las dos cosas, y zafé. Fue un final de año amargo, en el que uno no podía despertarse sin llorar, y sin dejar de amar, lo que era la única posibilidad de salvación. 

Jacha, había dejado su influencia en mí, y no era solo para vestir con pantalones ajustados al tobillo (nunca Oxford), junto a un saco de pana con solapas levantadas, en un toque bohemio, adornado por una bufanda libre al viento y a los tiempos, tal como el pelo largo y rebelde. En el desconcierto de ser un inmigrante de un día para el otro, la visión del Jacha para el diario vivir me fue tan útil, que seguro él nunca lo imaginó. Rutinas de… cómo encarar a los milicos cuando me subían a una chanchita, para tenerme a su merced hasta que a uno de ellos se le antojaba que perdían el tiempo con alguien como yo. Para mí suerte, en ese entonces, ya no tenía la manía de usar camperas con flecos. 

Así pasó un tiempo lento y tedioso, y a mediados del 77, en una noche gélida de aquellos inviernos dictatoriales, volví a San José. 

Pisaba otra vez la plaza de mi pueblo. Caminé descuidado en aquella noche helada y negra, y veo a la figura del Jacha, recostada a un edificio, desde donde me observaba risueño. 

Recién llegaba de Montevideo, y se paró más desgarbado que nunca, para saludarme.    

Las calles estaban desiertas, y allí estábamos nosotros. Me abrazó como si fuera un hermano mayor, y nos fuimos poniendo al día. Sufrí de pronto de vergüenza, pero esta vez, acompañado de un desgarrador dolor. El Jacha estaba enfermo.  

Siempre fue flaco, ahora estaba más, y su rostro demacrado, ojeroso, cansado, denotaba dolor; más su espíritu estaba intacto. Me contó lo que no quería oír, dijo: “Me agarró el bicho”. 

Cayó la frase como agua helada en aquella noche oscura y gélida. Él la dijo con su habitual naturalidad. 

Cáncer, eso era peor que decir dictadura. De modo que yo no quería reconocer que existía, ni siquiera me atrevía a mencionarla.

—Ahora estoy bastante bien—señaló, al ver que se me humedecían los ojos. Las lágrimas se congelaron al instante—. El tratamiento está dando resultados—agregó con su clásica sonrisa.  

—“¡Pah!” Bueno, me alegro Jacha—mentí con torpeza. 

—¿Y vos? ¿Retomaste los estudios?

Otra vez, volví a sentir vergüenza y a mentir.

 —Aún no. Estoy trabajando mucho con mi padre—. Esto último era verdad—. Por eso no he podido inscribirme. Aunque ya averigüé en bedelía.  

Era vergüenza, y la más ingenua mentira que pude inventar. Jamás había pisado la facultad allá. Cambié de tema:

 —¿Y vos? ¿Cómo vas? —pregunté trémulo, y por decir algo, bien sabía yo que el Jacha era una fiera estudiando. 

—Estoy, a esto de recibirme—y casi unió el pulgar con el índice, dando a entender lo poco que le faltaba—, solo espero que esta enfermedad me lo permita.

—Pero qué decís, Jacha—acoté convencido—. Nada menos que vos…, vas a ver que sí, y más te digo, vas a ganarle al bicho. 

—Claro, claro, seguramente será luego una anécdota. Hasta nombre le voy a poner… 

—Seguro que sí, hay que tener fuerza nomás—dije yo sin ella. 

—Eso espero tener…

—Lo tendrás…

—Claro, claro…

Nos despedimos con un abrazo fraterno. Lo miré de lejos perdiéndose en la oscuridad, lento, desgarbado, cansado…   

El Jacha se recibió; y pronto murió. Más su alma de Beatle, sé que alguna que otra vez, por aquí andará, buscando a quién ayudar. 

Yo bien sé que todos, un día en la vida, tenemos que partir, pero jamás entenderé porqué aquellos que nos marcan el camino lo hacen antes. 

Vergüenza sentí de mí, tenía todo para hacer la carrera y desistí antes de empezar. Hoy con casi setenta años, no sé si hice lo correcto. Me he atascado en el camino muchas veces, y he salido adelante, bien o mal, nunca lo sabré.

Algo definitivo creo, y es que no le fallé a mi amigo, sigo fiel al estilo, ese que me marcó entonces. No todo se puede.          

Aquel martes mágico quedó en mi memoria, y tal vez por eso, por las palabras del Jacha, y la genialidad de Bergman, nunca más fui a Cinemateca. Seguramente no sería mejor, ni tan siquiera igual. 

Fin