Yo Quería Ser Un Beatnik

Clemente Berro

Primero de junio de dos mil veintidós, un par de lustros después del hecho, o algo
así..
No habíamos parado de hablar desde aquella noche, y eso que soy callado, nunca sé muy bien cómo afrontar una charla.
El tiempo transcurría lentamente, en gotas minúsculas, como un gotero, como si fuera el peor experimento de química de tu vida..
Mi sueño siempre había sido ser un beatnik, entremezclado con punk. Las rodillas de los jeans rotos y la polera negra, fumando cigarros afuera del centro alternativo snob de turno. El colmo de la rebeldía sin causa ni efecto. Quería ser cool. Lo deseaba fervientemente. En la escuela nunca le dejaba a mi madre ponerme rodilleras, y es que para mí que se me rompieran los pantalones deportivos era una muestra de cuán genial podía llegar a ser. Me importaba poco la opinión de mis amigos, o de los padres de ellos. Me encantaba sentirme una estrella de rock, recién salida del cinéma vérité, un artista, un conocedor del mundo.
Pero aquella chica me intimidaba más que nadie. Creo que le hubiera dejado ponerme rodilleras hasta en pantalones sanos, si hubiese querido. Principalmente porque resplandecía perpetuamente, quizás demasiado para existir, realmente. Era simpatiquísima, inteligente y linda a morir, ninguna de estas cualidades era ilusoria, todo era tan palpable como la realidad misma, como una silla, un lápiz, darse la mano con un amigo, perder un sacapuntas, el dvd de tu película favorita.
Llegaba tarde, o al menos así lo sentía. Claro, en realidad llegaba más que temprano. Para la película faltaban cuarenta y cinco minutos, y me habían indicado expresamente que yo no estaba invitado al café previo, donde se reunía ella con mi hermana y otra amiga, la que nos había presentado en su cumpleaños, festejado hace pocos días en mi casa. Sin embargo caminaba a paso ligero hacia allí, con el corazón en la boca, y el estómago dando vueltas, como la montaña rusa más peligrosa de Disney. Seis años de ingeniería no habían logrado tal ansiedad en mi.

No esperaba que las puertas corredizas de un cine que transitaba regularmente me transportaran a tan extraña visión, aunque definitivamente lo automático no me va. Todo parecía un espejismo muy exotico… Las baldosas blancas e impolutas, que normalmente recorren unos pocos metros, parecían cubrir kilómetros, eternas. Y yo en ese momento era solamente un torpe caminante, incapaz de conducirme hacia mi destino.
A veces la vida es un poco injusta cuando tiene que acompañarte.
Del otro lado del hall estaba sentada ella, de piernas cruzadas, junto a mi hermana y su amiga. La visión era bastante similar a la de un aeropuerto. La pesadez del reencuentro, la incertidumbre del cambio de ambos. Apenas las podía distinguir, mi vista no es demasiado buena. Pero, efectivamente, pude notar que charlaban animadamente. Bebían café y compartían un trozo de torta. En seguida mi mirada se desvió hacia sus ojos verdes, que parecían encontrarse con los míos solamente un instante, como la noche en que la conocí. Y es que eran inconfundibles, enormes… casi majestuosos, rodeados de pestañas que terminaban en una línea curva perfecta, inconcebible para la física. Mi mirada se perdió en la de ella, en lo que parecieron minutos, horas, días…

Ella desvió la mirada, y las tres se rieron. Acto seguido, y casi sin saludarme, se levantó de su asiento y se fue a otra mesa. – Fue a hablar con un profesor suyo que se encontró – Intentó tranquilizarme mi hermana, probablemente ante mi cara de crisis existencial frente a la potencial pérdida del amor de mi vida – Ya vuelve, Romeo – bromeó, pero a mí no me causó ninguna gracia.
La observaba de lejos, y se sentó, y se sentó, y se sentó. Y yo la observaba, la observaba, la observaba. Lo que es el destino. Termino muerto de nervios, en cinemateca, tomando un espresso, y mirando como me dejan plantado por ir a hablar con un profesor. Me sentía al borde de la muerte y al comienzo de la vida, en todo tiempo y en ningún lugar. Todo junto, mientras la veía. Presenciaba un espectáculo que nunca antes había tenido el derecho de ver, o más bien, la oportunidad. Ella se movía de manera grácil y bruta a la vez. Reía, y hacía ademanes con las manos, y los dos hombres de la mesa se reían con ella.

Después de un rato volvió, aún sin demostrar que mi presencia le interesaba siquiera un poco, pero ni un ápice, de que me reconocía como aquel con el que había pasado la tarde anterior chateando, y la noche anterior a esa. ¡Lo que son las redes sociales! Desde hoy te odio, Internet. Maldito seas, Google. Me miraba como si fuese un bicho raro, un oso con un tutú. Alguien que decidió sentarse allí, en la mesa, junto a ellas, y que actuaba como Adam Sandler en su peor película. Alguien que incluso podría estar hablando otro idioma. Un desubicado.

Todos mis sueños de ser como Kerouac, de mudarme a Francia, de ser un revolucionario, alguien a quien le importa bien poco la opinión de la sociedad, se habían ido por la pileta del baño de Cinemateca, llevados de la mano por los ojos de esta chica. Me había comprometido seriamente en no soltar la taza de café, el galvanismo del que hablaba una canción que ella me había pasado, se sentía muy real en ese momento. Todo mi cuerpo rebosaba energía, los músculos de mis manos estaban contraídos sobre la taza a un punto que me asustaba.

Pensé que tal vez nos podríamos mudar a Francia juntos, nos romperíamos los jeans, fumaríamos cigarros afuera de Cinemateca, hablaríamos de cuál es el mejor cuento de Murakami, olvidándonos de que existe la realidad, y que aquella es mucho más cruel que todo lo que pudiéramos llegar a imaginar, pero también pensaba que las cosas a veces están hechas para durar, y que solos no llegamos muy lejos. Junte todas mis fuerzas, absolutamente todas.

-Hola Fran, ¿qué andas? – dije, intentando sonar lo más casual que podía en ese momento.
El bocado de torta que ella estaba por comer cayó en cámara lenta, como si fuera una toma perfecta de la mejor rom-com de la historia. Ella estaba nerviosa. Se me escapó una sonrisa. Francisca, ella, me vio y sonrió, con una sonrisa tímida, amable, de quien quiere ser querido. ¿Cuándo aparecerían los violinistas?
Y mi corazón se sentía como si le hubiesen dado un electroshock. Pero el de ella también, en ese momento lo supe. Y luego entramos al cine.